7/9/07

REBELIONES INDIGENAS ANTICOLONIALES EN SURAMERICA

Si bien las rebeliones o movimientos anticoloniales más conocidos desde la resistencia de Vilcabamba (1533-1572) los encontramos a mediados del siglo XVIII, a saber las de Juan Santos Atahualpa y Túpac Amaru II, no significa que durante el siglo XVII y la primera mitad del XVIII no hayan surgido y desarrollado diversos movimientos rebeldes de pequeña escala o localizados. Y en este caso, la diversidad es un término por demás adecuado, pues los movimientos anticoloniales hasta antes del de Túpac Amaru II resaltan por sus diferentes reivindicaciones, composiciones sociales, características de liderazgo, ubicación y desarrollo.

Así, tenemos el movimiento del mestizo Ramírez Carlos en 1620, la rebelión de los indios de Larecaja y Omasuyos en el Alto Perú en 1623, el levantamiento de Tucumán en 1632, y luego el de Pedro Bohórquez en la misma localidad en 1650, la intentona de Gabriel Manco Cápac en 1667, el levantamiento de Fernando Torote y de su hijo en la selva peruana alrededor de 1724 hasta 1737, la rebelión de Alejo Calatayud en Oropesa en 1730, y la conspiración de Juan Vélez de Córdoba en Oruro en 1739, entre otros. Poco después, en 1742, Juan Santos Atahualpa puso en aprietos por casi una década al estado virreinal, lo cual sólo sería un presagio de un movimiento más articulado y de gran escala, como lo fue el de Túpac Amaru II. Si bien fueron numerosos los levantamientos, éstos se caracterizaron por su focalización, desorden interno, desorganización, pugnas y desgaste al no articular sus demandas con las de otras zonas y así avivar las intentonas rebeldes. En la mayoría de los casos, la Corona aplastó las rebeliones y ejecutó a sus líderes incluso antes de que se iniciaran. Paradójicamente, las noticias de estos levantamientos o intentonas calaron hondamente en el imaginario social colonial, provocando un sentimiento de inseguridad latente. Es por ello que muchas de las intentonas, por más que se trataron de simples arengas y conspiraciones vacías, hayan sido aplastadas con severidad por las autoridades virreinales.
El estudio de las rebeliones indígenas del siglo XVIII ha devenido en uno de los debates historiográficos más fructíferos de las últimas décadas. Prácticamente olvidados hasta la década de 1970, momento en el cual los estudios sobre el campesinado y los conflictos agrarios se convierten en un campo vital de la investigación académica, han ido apareciendo de manera continua nuevas noticias de rebeliones y levantamientos, haciendo más variado y complejo el panorama social del último siglo virreinal. Durante la década de 1970 también el tema adquirió tintes políticos, llegando a ser utilizado por el gobierno de Velasco Alvarado (1968-1975) con el fin de encontrar raíces a la lucha campesina que su gobierno intentó resolver. Así, la imagen de Túpac Amaru II y la de su rebelión fueron idealizadas al punto de querer encontrar una conexión directa con los movimientos independentistas del siglo XIX, o de atribuirle una conciencia nacional más de acorde a los planteamientos políticos del Siglo XX. La amplia literatura sobre el tema producida en las últimas tres décadas incluye estudios de diversas disciplinas como la historia, la sociología, la antropología y la etnohistoria, y ha convocado a investigadores de varios países. Lamentablemente, la mayoría de esos estudios ha buscado demostrar otras tesis de acorde a la agenda política de los investigadores, más que ahondar en el movimiento mismo. Es recién en las década de 1980 y 1990, que los estudios han privilegiado la diversidad de fuentes y a partir de entonces nuevas interrogantes se han abierto sobre el tema, muchas de ellas contradictorias, demostrando que el complejo tema de las rebeliones indígenas es un tema en constante debate y análisis.

PROTESTA SOCIAL
A lo largo del siglo XVII, el descontento y la situación de opresión ejercida sobre algunos sectores sociales provocó una serie de protestas, tanto pasivas como activas. Las protestas pasivas se manifestaron en juicios, peticiones en juzgados y una serie de reajustes que mantuvieron una tranquilidad relativa. Las protestas activas fueron las conspiraciones, levantamientos y rebeliones, pero en la mayoría de los casos se focalizaron en problemas puntuales y de corta duración. Vale la pena recalcar, sin embargo, que las diversas formas de protesta abarcaron, en su momento, a casi todos los sectores sociales. Desde los españoles peninsulares, como el caso de Pedro Bohórquez: español que convenció a sus seguidores de que era descendiente de los incas y que organizó un levantamiento en Tucumán; hasta los mestizos, que en su mayoría lideraron levantamientos y rebeliones.
Otra característica general de la protesta social activa fue su articulación en ciertos sectores geográficos que albergaban circuitos comerciales o productivos, o en donde su población tuvo un mayor grado de organización. Por ejemplo, la zona del Alto Perú y toda su red comercial, que comprendía la sierra sur peruana, fue un foco de levantamientos constantes. Así como también la sierra de Lima y la zona de las misiones franciscanas en la selva peruana. Estas protestas se debieron a que las zonas comercialmente más desarrolladas se vieron afectadas por las constantes presiones fiscales y laborales ejercidas por la Corona. Sobretodo a partir de las Reformas Borbónicas. De la misma forma, estos fueron los motivos que provocaron movimientos más grandes y articulados, llegando hasta la rebelión de José Gabriel Condorcanqui.
En cambio, en las zonas marginales de la selva, donde los misioneros franciscanos y jesuitas eran los únicos representantes del estado virreinal, los levantamientos respondieron más a la tradicional combatividad de los pobladores de la zona y al descontento originado por la obligatoriedad de la prédica cristiana y por los trabajos forzados para la manutención de la institución eclesial.
En cambio, en el resto del territorio y la población funcionó, con relativo éxito, un régimen de inclusión social, aunque con una diferenciación interna marcada. De esta manera, el nuevo estado colonial pudo desarrollarse sobre el vasto territorio dejado por los incas. Este sistema buscó jerarquizar la sociedad y permitir la satisfacción de necesidades y prebendas, por un lado, mientras acentuaba la distinción entre los sectores sociales, divididos en castas. Por eso, una de las mayores dificultades de los movimientos rebeldes fue la de resolver el problema de la diferenciación social virreinal, e incluso la diferenciación heredada desde la época prehispánica: las luchas entre curacas y etnias.
Hay que señalar, que los mecanismos de inclusión y represión del estado virreinal fueron aceptados mayoritariamente por la población, de lo contrario el dominio español sobre sus colonias no hubiese podido sostenerse durante cuatro siglos. La división de los líderes y la atomización de los movimientos rebeldes no se debieron únicamente a los mecanismos represivos e ideológicos españoles, sino que además estos líderes y movimientos no fueron capaces de establecer un discurso articulado con los diversos sectores sociales y geográficos. Además, luchaban solo por reivindicaciones menores y contra personajes específicos (autoridades menores), siendo así fáciles de reprimir.
Un elemento aparte en el estudio de la protesta social viene desde el campo de la historia de la ideas, y es el referido a la "utopía andina". Postulada por el historiador Alberto Flores-Galindo en 1987, la utopía andina hace referencia al pasado incaico como la génesis de los movimientos indígenas, incluyendo también a mestizos y criollos. La tesis, que es discutida académicamente hasta el día de hoy, ha contribuido a que se tome en cuenta no sólo los factores políticos y económicos de las revueltas, sino también las ideas e imaginarios que construyeron los diversos sectores de la sociedad virreinal. Si bien es evidente que la idea del incanato no fue la misma para los criollos que para los indígenas, ni fue la misma en el siglo XVI que en el XVIII, no se puede dejar de lado la referencia al pasado como elemento cohesionador, y que fue un factor utilizado por diversas culturas a los largo de los siglos, y sin el cual, cualquier estudio socio-histórico quedaría incompleto.

LOS LEVANTAMIENTOS INICIALES
La historia del Siglo XVIII virreinal es un relato de rebeliones anticoloniales. Las más conocidas, las de Juan Santos Atahualpa (1742-1752) y la de Túpac Amaru II (1780-1782), han recibido gran atención de parte de los investigadores, pero no se han dejado de lado otros levantamientos de importancia relativa que completan la coyuntura rebelde del siglo XVIII. Hasta la fecha se han identificado 100 movimientos diferentes entre rebeliones, levantamientos y conspiraciones a lo largo de ese siglo, pero futuros estudios y la utilización de nuevas fuentes podrían duplicar esa cifra.
La primera coyuntura rebelde del siglo XVIII la encontramos durante el gobierno del virrey Castelfuerte (1726-1737). Había un intento por incrementar las arcas de la Real Hacienda mediante la mita minera y el tributo indígena. Si bien es cierto que la producción minera de Potosí se recuperó a partir de la década de 1730, sus métodos no se renovaron y se siguió basando principalmente en la explotación de mitayos, sin ninguna innovación tecnológica que aliviara su carga. Una de las características más importantes de esta primera coyuntura es la ausencia de líderes mesiánicos, tomando en cuenta la importancia posterior del tema, sobre todo en el caso de Atahualpa y de Túpac Amaru II.
Otra característica importante de esta primera etapa es que los movimientos no llegaron a tener gran envergadura ni presentaron planes muy elaborados. Buscaban sobretodo conseguir objetivos inmediatos. Una tercera característica destacable es que estos movimientos pedían reivindicaciones o cambios solo parciales dentro de las estructuras coloniales de poder, y hasta juraban lealtad al rey de España. Hubo rebeliones cuyo grito de lucha fue "Viva el Rey, muera el mal gobierno", demostrando el carácter fidelista e inmediato de la coyuntura rebelde. Quizá trataban de evitar que las autoridades virreinales les imputaran el cargo de "lesa majestad", que acarreaba la pena de muerte.
Las dos rebeliones de 1730, la de Cochabamba y la de Cotabambas, se produjeron en directo rechazo a las revisitas que ahora incluían a los mestizos para los efectos de las mitas. Esto no solo afectaba a los mestizos, también perjudicaba a los terratenientes, pues iban a ver reducida su mano de obra. La rebelión de Cochabamba, en Bolivia, se inició en noviembre de 1730 y comprendió a indios, mestizos, criollos y curas liderados por el mestizo platero Alejo Calatayud. Esta rebelión buscaba cambiar la naturaleza del corregidor, al exigir que fuese un criollo quien ocupase el cargo. El movimiento fue reprimido con crueldad y su líder ahorcado el 31 de enero de 1731, junto a once participantes. La rebelión de Cotabambas (Cusco), también en 1730, se inició con el asesinato del corregidor de dicho pueblo por parte de un grupo de indios y mestizos, que reclamaban contra el sistema de repartos y el incremento del sistema de mitayos.

JUAN SANTOS ATAHUALPA
Uno de los movimientos más importantes antes del de Juan Santos Atahualpa fue la conspiración altoperuana de Oruro (1738-1739). Fue liderada por el criollo Juan Vélez de Córdoba y apoyada por Eugenio Pachacnica, cacique de Oruro, y por los plateros y artesanos del lugar, que tenían intereses en la mina de Potosí y en todo el movimiento comercial que producía. La importancia del movimiento radica en su manifiesto (1739), siendo así uno de los primeros movimientos con un plan político elaborado y considerado por algunos como el primer programa político del siglo XVIII. En él se propone la ausencia de corregidores, que los alcaldes debían ser criollos y que ellos debían nombrar al revisitador. Además, se mencionaba en dicho manifiesto que los españoles peninsulares cometían una serie de abusos y agravios, tanto a los criollos como a los mestizos e indígenas, aun siendo todos legítimos dueños de la tierra. También aluden a las mitas mineras de Potosí y Huancavelica, y a la gran distancia que los separaba de las Audiencias, donde se ventilaban los procesos judiciales. El carácter principal del documento es conseguir una alianza entre criollos, mestizos e indígenas, llegando a proponer una restauración del imperio de los Incas. En él se justifica la rebeldía por la opresión en que se hallaban diversos los sectores sociales, debido a los abusivos cobros y discriminaciones. Sin embargo, el documento es contradictorio en sus planteamientos de cambios en el ámbito político, pues dice claramente que no buscan cambiar radicalmente la estructura política virreinal, sino tan sólo abolir la mita, los repartos y los impuestos. Es decir, la conspiración que nunca llegó a llevarse a cabo en el fondo, jugaba dentro de las reglas del coloniaje, conservando la fidelidad al Rey. Así, el anuncio de la restauración incaica no pasaría de un método para conseguir el apoyo de la población indígena, sin la cual el movimiento sin duda fracasaría.
La importancia a largo plazo del manifiesto de Oruro es que las exigencias de su programa serían tomadas en cuenta por muchas de las rebeliones posteriores del siglo XVIII, incluyendo la de José Gabriel Condorcanqui, con el que las similitudes son diversas. La conspiración de Oruro habría influido de manera diferente a la de otros movimientos de gran envergadura y duración, sobretodo en el campo de las ideas políticas, que provocaron cambios en el imaginario de los indígenas y resquebrajaron la tranquilidad del virreinato peruano, como fue el caso de la rebelión de Juan Santos Atahualpa.
La rebelión de Juan Santos Atahualpa Apu Inca Huayna Cápac se desarrolló en la selva central, entre los departamentos de Huanuco, Junín, Pasco y Ayacucho. Fue una de las más importantes del siglo XVIII, no sólo por su larga duración (1742-1752), sino también por su propuesta mesiánica y sus éxitos militares.
Acercarse a la vida de Juan Santos Atahualpa es, sin embargo, un misterio. De él es poco lo que se sabe a ciencia cierta y abundan las especulaciones sobre su educación, orígenes e inclusive la fecha y circunstancias de su muerte, hechos que contribuyen a darle una imagen de leyenda. Indio o mestizo, Juan Santos nació en el Cusco o en un poblado de las cercano, unos treinta años antes de liderar la rebelión, alrededor de 1712. Estudió con los Jesuitas en el Cusco y gracias a ellos viajó por España, Francia, Inglaterra y Angola. Se dice también que además del castellano y el quechua, hablaba el latín y varios dialectos selváticos.


LA SELVA CENTRAL
La zona donde Juan Santos empezó su levantamiento tiene una importancia particular. El Gran Pajonal, ubicado en Tarma, en la selva central, fue un centro de misioneros franciscanos dedicados a evangelizar a las etnias selváticas, así como también de algunos buscadores de oro. En esta región y durante esa época se descubrieron grandes depósitos de sal, que fueron rápidamente explotados por los españoles, utilizando la fuerza de trabajo de la zona, con los conocidos maltratos de la mita colonial. También hay referencias de maltratos por parte de los misioneros franciscanos y sus rígidas reglas, que además no hacían nada contra los abusos de los empresarios de la sal. Otro factor de descontento fueron las enfermedades que traían y que diezmaban a la población aborigen.
Hacia mediados del siglo XVIII los franciscanos habían logrado establecer unas 32 misiones de trescientos habitantes cada una: en total unas nueve mil personas. Otro dato importante es que la selva central fue una zona de constante intercambio de productos y de personas. Principalmente coca, frutas, madera, sal, algodón y otros productos valiosos. La movilización de personas de diferentes orígenes se intensificó, ya que los misioneros y terratenientes llevaban consigo sirvientes y trabajadores serranos, negros y mestizos. Además de estos grupos controlados, hubo otro contingente de disidentes, provenientes principalmente de la sierra, aunque no exclusivamente indios, que encontraron en la selva central una zona de refugio ideal para esconderse de las autoridades. Para mediados del siglo XVIII, estos grupos no controlados tenían una población que sumaba probablemente varios miles.
Por ello es que la llegada de Juan Santos Atahualpa al Gran Pajonal en mayo de 1742, con su mensaje anticolonial, fue muy bien recibida y logró organizar en poco tiempo un contingente de casi dos mil personas. La proclama de Juan Santos, quien aseguraba ser descendiente de los últimos incas, consistía en la expulsión de los españoles del Perú y sus esclavos negros, dejando a los indios, mestizos y criollos en el territorio, a la vez que proponía el retorno al imperio de los Incas, pero sin dejar por completo algunos rasgos culturales ya interiorizados por la población, como el cristianismo. Otro rasgo heterodoxo de su proclama es que la coronación del nuevo Inca no sería en el Cusco, centro de poder por excelencia del antiguo imperio, sino en Lima, la sede política colonial. Rápidamente, surgió en el movimiento un componente mesiánico, en la función del líder como salvador mítico y reorganizador del mundo, y milenarista en su propuesta de cambio del cosmos.

LA REBELION
Juan Santos estableció su cuartel general en el Gran Pajonal, luego de destruir 25 misiones franciscanas y expulsarlos de la selva central. Rápidamente, el virrey Marqués de Villagarcía mandó expediciones militares en 1742 y 1743, dirigidas por Pedro Milla y Benito Troncoso, integradas por soldados profesionales, enviados del Callao y por milicias reclutadas en Tarma y Jauja. Los españoles fueron derrotados gracias a una estrategia militar adecuada para el terreno del monte: la guerra de guerrillas. La estrategia de emboscadas fue utilizada por los hombres de Juan Santos durante los diez años que duró el movimiento, sumando a esto la toma de algunas ciudades importantes por algunos pocos días, lo cual, si bien no significaba ningún éxito militar a largo plazo, sí calaba hondo en la moral de los españoles y conseguía difundir los logros del movimiento en amplias zonas del virreinato, mientras hacía aumentar el sentimiento de inseguridad. En la expedición de 1743, los españoles establecieron un fuerte en Quimiri (La Merced), pero fue destruido por los rebeldes el 1 de agosto, consiguiendo después la toma del Valle
De Chanchamayo.
Durante el mandato del siguiente virrey, José Antonio Manso de Velasco (1745-1761), Conde de Superunda, veterano de la guerra de indios en Chile, se mandaron nuevas incursiones bajo la comandancia del prestigioso general José de Llamas. Le fueron asignados 850 hombres, que fracasaron en 1746, y luego repitieron la derrota en 1750, en la zona de Monobamba. En ambos casos, la estrategia de emboscadas logró diezmar a los españoles lo suficiente para hacer fracasar la empresa.
Luego de estas victorias de Juan Santos es que su movimiento realizó la acción militar más importante hasta ese momento, al tomar los poblados de Sonomoro y Andamarca en 1752, la zona más cercana a la sierra a la que logró llegar la rebelión. Al parecer, se buscó tomar la región de Jauja y establecer una cabecera de playa desde la cual organizar un ataque final a Lima, con la ayuda de las poblaciones serranas que se habrían plegado al movimiento. Sin embargo, advertido de un contraataque de las fuerzas coloniales, dejaron el pueblo tan sólo dos días después de haberlo tomado.
Para ese entonces, los españoles ya habían optado por una nueva estrategia defensiva. Se basaba en convertir a Jauja y Tarma en bastiones militares para evitar que Juan Santos alcanzara la sierra y que su movimiento influyera en una zona articulada con la capital, lo que hubiese comprometido el abastecimiento de alimentos a Lima. También se quería evitar que el fenómeno escalara a un levantamiento panandino. Así es que se dispuso utilizar cinco compañías de infantería y caballería, apoyadas por milicias locales y patrullas de la región. Y el virrey designó a militares profesionales como corregidores de la zona. Sin embargo, las fuerzas españolas y rebeldes nunca se volverían a enfrentar.
El movimiento de Juan Santos Atahualpa, luego de la toma de Andamarca, se diluyó hasta desaparecer, y se dice que su líder murió luchando contra un curaca local en Metraro, alrededor de 1756.

CONSECUENCIAS Y BALANCE DEL LEVANTAMIENTO
Hacer un acertado balance del movimiento de Juan Santos Atahualpa ha generado muchos debates en la historiografía contemporánea. Los debates se basan en las posibilidades reales que pudo haber tenido el movimiento para articular un espacio más amplio y de mayor importancia (si hubiese tomado Jauja y Tarma en la sierra central), y el porqué del fracaso de su intento. Otro espacio para la discusión se da sobre el carácter del levantamiento: si el movimiento fue de carácter marginal y no significó una amenaza real a los intereses virreinales, por lo cual se le dejó existir por un espacio de diez años; o si más bien fueron las constantes derrotas militares y la imposibilidad de debelarlo lo que sustentó la duración del movimiento, limitando las acciones españolas a su cerco y aislamiento. Y si fue este aislamiento lo que a largo plazo provocó su desaparición, no sin antes haber mantenido en zozobra una amplia zona selvática, fuera del control español y de la influencia misionera, muchas décadas después de finalizada la rebelión.
Si bien es evidente que el movimiento de Juan Santos tuvo una naturaleza y desarrollo diferentes al de la mayoría de movimientos anticoloniales del siglo XVIII, sobre todo de los que se ubicaron en zonas comercialmente articuladas y de gran importancia para el virreinato, no podemos reducirlo a un simple movimiento marginal por su ubicación geográfica y sus reducidos logros militares. Las repercusiones del movimiento fueron mucho más amplias que sus victorias militares. Es evidente que un movimiento que mantuvo una amplia zona fuera del control virreinal y que arrebató ciudades y produjo numerosas bajas en las tropas españolas, tuvo que alarmar a la administración virreinal. Esto se aprecia en la militarización final de Tarma y Jauja y en las numerosas e infructuosas incursiones al territorio controlado por Juan Santos. Por otro lado, durante la década de actividad del movimiento, otras conspiraciones y levantamientos se llevaron a cabo, como el de Huarochirí en 1750, que contribuyeron a socavar aún más la tranquilidad del virreinato.
La imposibilidad de articular un movimiento más amplio en una zona de influencia de importancia, en este caso la sierra central, creemos que se debió a dos factores. El primero sería la falta de un programa político articulado más allá de los territorios de las misiones franciscanas de la selva central. Allí sí caló rápidamente un discurso mesiánico y milenarista, pero no contribuyó a plegar a sectores de más relevancia política, como curacas o criollos. Ya antes del movimiento de Juan Santos habían existido levantamientos y conspiraciones con programas concretos de reformas virreinales, pero siempre fidelistas al Rey. Algunos incluso ya mencionaban en su discurso el retorno a un pasado mítico, entendido como el imperio de los incas, pero en el fondo proponían cambios concretos. Los etéreos objetivos de Juan Santos Atahualpa no pudieron animar a una zona que era conocida por su combatividad y predisposición a las rebeliones contra la
administración virreinal.
El segundo factor fue la inmensa dificultad para organizar una insurrección serrana de envergadura a mediados del siglo XVIII. Existía por entonces una red de espionaje y clientelaje colonial que permitía a las autoridades aplastar cualquier levantamiento. Es muy común encontrar una gran serie de conspiraciones reprimidas de manera ejemplar, gracias a un soplo o a informantes manejados por la Corona. Incluso se contaba con el apoyo de los curas y de los curacas locales, los cuales ganaban honores especiales y prebendas por su colaboración. Las insurrecciones que más tiempo se planearon fueron las que tuvieron más posibilidades de ser descubiertas, mientras que las más espontáneas, pero a la vez más desorganizadas y débiles, fueron las que concluyeron en rebeliones o levantamientos. Así, se entiende la seria dificultad para promover un movimiento como el de Juan Santos Atahualpa en una zona protegida y patrullada. En eso el ejército español tuvo éxito, porque logró aislar el movimiento selvático antes de que entre a Tarma y Jauja, mientras mantenía fuertemente reprimido el territorio serrano de Tarma, Huanta y Huarochirí, una región muy inquieta entre 1744 y 1750. Otra acción estratégica de las autoridades fue exonerar a la población de Tarma de la mita minera de Huancavelica en 1744 y hasta 1761 (según otras fuentes hasta 1772). Tarma se convirtió en le centro de operaciones desde el cual se sofocarían todas las rebeliones de la sierra central de la segunda mitad del siglo XVIII.
Diversas fuentes demuestran que parte de la población de la zona esperaba con ansias la llegada de Juan Santos Atahualpa, como se ve en el comportamiento de los pobladores de Andamarca, que rindieron culto al Inca luego de la invasión de 1752.
La misteriosa desaparición de Juan Santos después de 1752 provocó una serie de rumores populares acerca de una inminente liberación o de una invasión suya al corazón del poder colonial. En Cajamarca en 1753, y en la sierra central en 1756 se difundieron informaciones de la llegada del rebelde y de comunicaciones secretas entre las comunidades y la rebelión. Sin embargo, nunca se volvió a ver a Juan Santos. Su movimiento demuestra, más que su propia marginalidad e insignificancia, que articular un movimiento rebelde en la sierra central acarreaba una serie de dificultades, que iban desde la existencia de pactos con las elites mestizas e indígenas de la zona, como la fortificación y militarización de los poblados. El hecho de que entre el movimiento de Juan Santos y el de José Gabriel Condorcanqui no hayan habido mayores conexiones, evidencia la complejidad de las rebeliones anticoloniales del siglo XVIII.

TUPAC AMARU II
El movimiento rebelde de mayor envergadura y trascendencia fue el liderado por José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru. Asumió este nombre por Túpac Amaru, el último Inca de la resistencia de Vilcabamba. Esta rebelión articuló a sectores sociales muy diversos, desde criollos e indígenas, hasta el clero, gracias al descontento generalizado producido por los ajustes fiscales y presiones sociales de las reformas borbónicas.
Sobre todo en las zonas comercialmente más articuladas. Si bien ya nos hemos referido a dichas reformas en este capítulo, no es el único factor a tomar en cuenta, por lo cual vale la pena ahondar en la situación del sur andino y del altiplano como contexto al desarrollo de la gran rebelión.

SITUACION DEL VIRREINATO ANTES DE LA REBELION
La situación del virreinato para la sétima y octava década del siglo XVIII se fue tornando difícil para muchos sectores de la sociedad. Los criollos, ya sean terratenientes, propietarios mineros, hacendados o funcionarios, vieron un cambio en las reglas del juego que les afectaba tanto en sus ganancias como en sus privilegios de asumir cargos y ser los principales gestores de la economía colonial. El aprovechamiento que la Corona llevó a cabo con las reformas borbónicas dejó a las elites coloniales en pugna por los excedentes y la mano de obra restante, la cual debían compartir con el clero.
Para la población indígena, sumado a la mita y el tributo, ahora debía lidiar con los repartos de mercancías impuestos desde la década de 1670, pero que se tornaron insoportables en el siglo XVIII ya que la decadencia del comercio trasatlántico llevó a que los comerciantes limeños colocaran sus productos en el mercado interno de manera compulsiva. Esto provocó que la cantidad de horas-hombre empleadas por los indígenas en pagar las deudas de los repartos se triplicaran entre 1754 y 1780. Además la Corona estableció ajustes para incrementar el tributo de la población indígena y la mita minera, siendo el primero incrementado 16 veces entre 1750 y 1820. Para lo segundo, se realizó un nuevo censo en el cual los mestizos, el sector de población que crecía con mayor rapidez, entregaran pruebas de su condición étnica, con lo cual se abría la posibilidad que una gran cantidad de mestizos indocumentados pasaran a trabajar en las minas.
La zona del sur andino y el altiplano boliviano tuvieron un gran intercambio comercial que basaba su centro en la mina de Potosí. La influencia de la mina afectaba comercialmente a puntos tan distantes como el Cuzco o Buenos Aires, y durante el siglo XVII y hasta mediados del XVIII, los arrieros, obrajeros y otros comerciantes habían acumulado gran riqueza y poder. La corona española, en uno de los primeros intentos por recuperar el control económico fiscal, incrementó la alcabala del 2% al 4% en 1772 y luego al 6% en 1776, mientras que se establecieron aduanas por todo el territorio para mejorar su recaudación. Este incremento no sólo afectó a hacendados, obrajeros, mineros, arrieros y artesanos, sino a todo un gran sector de pequeños empresarios, productores y comerciantes, a los que la triplicación del impuesto afectó en sus modestos ingresos.
En 1776, la Corona decidió separar el territorio del Alto Perú del virreinato peruano y lo incorporó al recién creado Virreinato del Río de la Plata, rompiendo así una unidad económica y política que encontraba sus raíces los inicios de la colonia. Las rutas comerciales se vieron comprometidas aún más con la política de libre comercio de 1778, que abrió los puertos americanos al comercio irrestricto con España. La producción textil del Cuzco se vio directamente afectada debido a que la plata potosina salía ahora por el puerto de Buenos Aires y los bienes importados ingresaban al altiplano por el mismo puerto.
Estas medidas afectaron a sectores de la población que no habían tenido motivos de mayor descontento a lo largo del virreinato. Es por ello que las rebeliones a partir de la década de 1770 tendrían un signo característico diferente de las anteriores, la participación de un mayor número de criollos y mestizos. Sin embargo vale la pena dejar en claro que las reformas borbónicas no afectaron de igual manera a todo el territorio del virreinato del Perú, y generaron más descontento en los espacios donde el movimiento comercial o la mita minera se vio afectada o agudizada. También esto configuró de manera clara los planteamientos y reclamos de movimientos como el de Túpac Amaru II, más ligados a la mita, las aduanas o el reparto, a diferencia de otros sectores como el de la sierra central que siguieron levantándose durante la gran rebelión, pero sin plegarse a ella por exigir otras reivindicaciones.
Los levantamientos en la zona del sur andino y el altiplano no se hicieron esperar. En la década de 1770 se llevaron a cabo una serie de revueltas, siendo las más importantes las de Urubamba, La Paz, Arequipa y Cuzco. La de Urubamba, ocurrida en noviembre de 1777, fue directamente en contra del establecimiento de aduanas y del cobro de alcabalas, y se desarrolló en el pueblo de Maras, donde el corregidor -principal víctima de los levantamientos anticoloniales- logró salvarse. La rebelión de Arequipa fue en contra de la recién inaugurada aduana, la cual fue destruida en enero de 1780. En ambas rebeliones se liberaron a los presos de las cárceles, muchos de los cuales cumplían condenas por deudas. En Cuzco la asonada no pasó de una conspiración debelada antes de estallar, pero que prometía un levantamiento general organizado por criollos, indios y mestizos en contra de la recién inaugurada aduana. Muchos curacas ligados a los hacendados locales se plegaron a la conspiración, asegurando la participación de los indios bajo su cargo. El soplo provino de un cura quien rompió el secreto de confesión, y en junio de 1780 los cabecillas fueron ejecutados. Es en ese contexto de descontento y enardecimiento social que se configuró la rebelión de Túpac Amaru II.

JOSE GABRIEL CONDORCANQUI TUPAC AMARU II
El curaca José Gabriel Condorcanqui nació en 1738 en el pueblo de Surimana, a 90 kilómetros al sudeste del Cusco. Estudió en el colegio jesuita San Francisco de Borja del Cusco y a temprana edad heredó una recua de 350 mulas de su padre que eran utilizadas para transportar mercaderías a Potosí, tierras, haciendas cocaleras e intereses mineros. En 1777 tuvo que viajar a Lima para defender en un litigio su posición de Curaca de Pampamarca, Tungasuca y Surimana, y de descendiente de Túpac Amaru I. En Lima aprovechó para presentar una serie de peticiones a las autoridades, entre ellas que se le concediera un título de nobleza hispano y que se exonerara a los indios de sus curacazgos de la mita de Potosí. Todos sus pedidos fueron rechazados. Al parecer la visita a Lima fue clave para que José Gabriel se empapara de las nuevas ideas de la Ilustración y de los acontecimientos internacionales, como la independencia de los Estados Unidos. Además tuvo acceso a lecturas como los Comentarios reales de los incas de Garcilaso de la Vega, reeditada en 1722 y una de las fuentes principales de lo que historiadores han llamado una especie de nacionalismo neoinca o de utopía andina. La lectura de los Comentarios reales de los incas fue esencial para que en muchos curacas de mediados del siglo XVIII aflore un sentimiento de reivindicación ante las acciones restrictivas y prohibitivas de las reformas borbónicas, al exigir que se les devuelvan sus derechos corporativos que consiguieron con los Habsburgos.
Este discurso se vio empatado con ideas milenaristas del pueblo indígena, el cual creía en el retorno del Inca como un ser salvador, ligado al mito de Inkarri en el cual el inca Viracocha regresaría para restaurar "el tiempo de los incas" representado en una utopía de justicia y armonía. En otras rebeliones a lo largo del siglo XVIII el milenarismo ha estado muy presente en los imaginarios de los rebeldes, y muchos de sus líderes fueron considerados esta figura del Inca redentor. Las visiones utópicas en la rebelión de Túpac Amaru II fueron parte muy importante del discurso de la dirigencia, sobre todo para reclutar un gran contingente indígena que era el que más simpatizaba con este tipo de discursos. Un ejemplo claro de esto es el redentor nombre que asume José Gabriel Condorcanqui en alusión directa al último de los Incas de Vilcabamba -otro inca rebelde- con un componente de dinastía real europeizada, pues los Incas nunca repitieron sus nombres en sus sucesores. Pero también fue utilizado otro tipo de discurso y programa político más puntual y concreto que permitió que criollos y mestizos se plegaran al movimiento, al declararse en contra de los impuestos, las aduanas y la mita minera. En parte, como veremos adelante, la radicalización del movimiento y la muerte de un gran número de españoles, criollos y curas por parte de los rebeldes fue debido a este doble discurso y a la falta de una línea de acción consecuente por parte de José Gabriel.

PROGRAMA Y ORGANIZACIÓN DE LA REBELION
El discurso rebelde fue muy diverso y sus reivindicaciones contradictorias. Al tratar de aglutinar diversos sectores sociales como criollos y mestizos terratenientes, hacendados y comerciantes, con indígenas tributarios y mitayos, terminó olvidando pedidos básicos y evidentes a favor de los indígenas, como lo fue el tributo, la tenencia de la tierra y las formas de prestación laboral. En cambio, su programa reivindicatorio destinado a las elites era bastante completo, tomando en cuenta que la mayoría de esos pedidos le favorecían, como los relacionados a la alcabala, aduanas, cargos públicos y la supresión de la mita y los repartos.
Esta actitud dubitativa del líder del movimiento provocó que no muchos curacas no se plegaran al movimiento, en parte al no compartir los intereses del grupo económico que representaba José Gabriel Condorcanqui y por una serie de alianzas coloniales que ya mencionamos al ver la rebelión de Juan Santos Atahualpa. Posteriormente, el triunfo inicial en Sangarará llevó a la exacerbación de las masas del movimiento, atentando en muchas ocasiones contra los intereses de los criollos o de las elites mestizas e indígenas, dejando de lado a una serie de potenciales aliados. La violencia de la rebelión en muchas ocasiones no diferenció a los aliados, sino siguió un patrón étnico, ya que los blancos en su mayoría eran los que representaban el poder colonial. Dentro de las ideas de los líderes de la rebelión estaba romper vínculos con España, mas no realizar cambios estructurales en la jerarquía social colonial, elemento que se repitió en las guerras de independencia locales.
Túpac Amaru organizó su rebelión de acuerdo a las tradiciones andinas coloniales. En ese sentido, el sistema de parentesco jugó un papel vital en la organización de la rebelión, ocupando los familiares de los líderes los puestos más importantes. Además de sus parientes, José Gabriel logró establecer alianzas con curacas, hacendados, escribanos, comerciantes, artesanos, obrajeros, arrieros y algunos curas, además de una serie de criollos limeños que nunca fueron delatados por el líder del movimiento.
La jerarquía interna de la rebelión también respondió a los patrones coloniales, pues los cargos más altos tanto militares como estratégicos fueron ocupados por mestizos, curacas o criollos. En muy pocas ocasiones indios del común tuvieron bajo su cargo a tropas, y en ningún caso los negros.

DESARROLLO DE LA GRAN REBELION
Después de su visita a Lima, José Gabriel regresó frustrado a Tinta donde empezó a organizar la rebelión, la cual estalló el 4 de noviembre de 1780 día del cumpleaños del rey Carlos III. Los rebeldes tomaron preso a Antonio de Arriaga, corregidor de Tinta, odiado por sus abusos y maltratos, y quien fue ejecutado el 10 de noviembre en ceremonia pública luego de un juicio sumario. El primer grito de guerra de Túpac Amaru II no fue muy diferente al de otras rebeliones de la época: "viva el Rey, muera el mal gobierno", dejando en claro que su lucha era contra los funcionarios coloniales subordinados que contravenían las órdenes del rey y sacaban provecho a costa del sufrimiento de los indios, pero no contra la autoridad real. Hasta entonces el levantamiento de Túpac Amaru II no se diferenciaba en mucho de otros anteriores, pues aún respetaba las reglas del juego colonial y pedía reivindicaciones puntuales de acorde a sus intereses de grupo.
El 16 de noviembre Túpac Amaru declaró la abolición de la esclavitud, sin muchos resultados favorables debido a la poca población esclava de la sierra. El 18 de noviembre tuvo lugar el primer enfrentamiento entre las tropas rebeldes y los españoles en Sangarará, donde la victoria de los alzados fue clara. Murieron 576 personas entre criollos y mujeres que se habían refugiado en una iglesia, acción que fue aprovechada por las autoridades coloniales para difundir el carácter violento y anticriollo de la rebelión, reduciéndolo a una guerra de castas. Esto a la postre afectaría en el poco apoyo que los criollos, mestizos y hasta nobles indígenas dieron a la rebelión, además de otros factores como las alianzas locales que dividieron a la elite indígena, siendo más la que apoyó a la represión española. Por otra parte también demostró que la rebelión no podía controlar a un contingente más radical conformado principalmente por indígenas que vieron en la rebelión el fin de siglos de explotación y de maltratos.

EL CERCO DE CUSCO Y LAS DERROTAS REBELDES
Luego de la victoria de Sangarará, un contingente se dirigió a Tinta para reunir refuerzos y otro liderado por Túpac Amaru II se dirigió a la zona de Titicaca para difundir la rebelión en el altiplano. Quizá el principal error táctico de Túpac Amaru da lugar en ese instante en que se aleja del Cusco en vez de tomar la que fue la ciudad imperial de los Incas. El Cusco no había logrado organizar una defensa adecuada debido a lo rápido que los rebeldes habían logrado organizar un gran contingente de personas y era presa fácil de una invasión. El 9 de diciembre los rebeldes tomaron Lampa y el 13 Azángaro, y para fines de mes ya se había propagado por Moquegua, Tacna, Arequipa y Arica, mientras que algunos poblados cuzqueños se plegaban al movimiento. Recién los rebeldes asediaron la ciudad el 28 de diciembre, momento en el cual ya se había organizado una defensa no sólo de las huestes españolas sino también de indígenas liderados por Mateo Pumacahua, curaca rival de José Gabriel Condorcanqui. De todas maneras, los seis mil hombres comandados por Túpac Amaru II hubieran podido atacar la ciudad, pero el líder del movimiento prefirió negociar una rendición de la ciudad a cambio de proteger los intereses de los criollos. El fracaso de la toma de la ciudad del Cusco significó el punto crítico de la rebelión, pues dio tiempo para que las tropas españolas se reorganizaran y fortalecieran, mientras que el movimiento rebelde no volvió a conseguir ninguna victoria de envergadura.
El 23 de febrero el visitador Areche llegó a la ciudad del Cusco con más de 17 mil soldados, además de una gran cantidad de indígenas y curacas que se habían plegado al movimiento. En marzo se inició la contraofensiva realista, liderada por Mateo Pumacahua quien venció a los rebeldes en Llocllora y en Mitamita a inicios de abril. Finalmente, el 5 de abril de 1781 fue capturado junto a sus familiares y principales líderes del movimiento. El 18 de mayo José Gabriel Condorcanqui fue ejecutado en la plaza del Cusco junto a su esposa Micaela Bastidas, quien tuvo un importante papel en la organización del movimiento, a sus hijos, otros familiares y colaboradores más cercanos.

LA FASE AIMARA DE LA REBELION
En el Alto Perú la situación de opresión se asemejaba a la del sur andino. También allí durante el siglo XVIII se habían llevado a cabo levantamientos y conspiraciones que finalmente estallaron gracias al ingreso de las huestes tupamaristas en la zona altiplánica. Liderados por Diego Cristóbal Túpac Amaru y Mariano Túpac Amaru, los rebeldes tomaron diversos pueblos llegando a la ciudad de Puno el 23 de mayo. Desde allí se organizó una nueva fase de la rebelión liderada por Julián Apaza, quien fue miembro de la rebelión desde sus inicios, y quien tomó el nombre de Túpac Catari.
El mesianismo de Túpac Catari y su discurso milenarista fue mucho más sincrético que el de Túpac Amaru, al asegurar que su mensaje era transmitido por Dios y declararse Virrey de los territorios liberados, en un intento infructuoso de separarse de la rebelión del sur andino.
Los rebeldes asediaron la ciudad de La Paz desde el 13 de marzo de 1781 durante 109 días sin éxito, debido a la resistencia y al apoyo de tropas mandadas desde Buenos Aires. En ese contexto el virrey Agustín de Jáuregui aprovechó la baja moral de los rebeldes para ofrecer amnistía a los que se rindieran, lo cual dio muchos frutos, incluyendo algunos líderes del movimiento. Túpac Catari, que no había aceptado la amnistía y se dirigió a Achacachi para reorganizar sus fuerzas dispersas, fue apresado la noche del 9 de noviembre de 1781. Fue descuartizado seis días después.
La pacificación del altiplano a cargo del mariscal Del Valle demoró hasta julio de 1782, y el ensañamiento de las autoridades españolas con los rebeldes no conoció límite, al capturar y ejecutar a los líderes que se habían acogido a la amnistía ofrecida por el virrey Jáuregui.


CONSECUENCIAS Y BALANCE DE DE REBELION DE TUPAC AMARU
El saldo de la gran rebelión fue el más impactante de la historia colonial de levantamientos, más de cien mil muertos de una población de 1.2 millones de personas, lo cual provocó de inmediato un colapso demográfico en el sur andino. Hay que dejar en claro que gran parte de las bajas no se produjeron durante las batallas, sino en la rebelión española posterior que duró varios años.
Las medidas de la Corona para evitar que una rebelión de la envergadura de la de Túpac Amaru se repitiera fueron inmediatas. El ministro de Indias, José de Gálvez, organizó una gran represión en contra de cualquier aliado de la rebelión, además de los parientes de los dirigentes, inclusive se aplicó el quintado que consistió en ejecutar a cada quinto hombre en las aldeas donde se apoyó a Túpac Amaru II. Las penas contra los criollos fueron más leves, en un afán por reconciliar a la corona con dicho grupo que ya estaba enemistado desde las reformas borbónicas.
Una serie de medidas fueron implementadas para erradicar lo que se había percibido como un nacionalismo inca. En 1787 se abolió el cargo hereditario de curaca y se prohibió el uso de la vestimenta real incaica, la exhibición de toda pintura o iconografía de los Incas, el uso de símbolos precoloniales e inclusive la lectura de las obras de Gracilazo de la Vega.
Otras medidas fueron destinadas en mejorar la administración colonial y apaciguar los ánimos de las poblaciones del sur andino. En 1787 también se estableció una audiencia en el Cuzco que sería mucho más receptiva a las demandas locales. Luego, en 1784 se abolió el reparto de mercaderías y los corregimientos fueron reorganizados en intendencias, quedando así el cargo de corregidor eliminado. Asimismo, la Corona desplegó tropas regulares en diversas provincias andinas, asumiendo un papel de control social interno.
A largo plazo, estas acciones perjudicaron principalmente a la elite indígena, al ser despojada de sus fueron y privilegios. El sector que lograba comunicarse de mejor manera con los mestizos y criollos y defender los intereses de los indígenas fue desapareciendo paulatinamente no sin ofrecer resistencia en interminables litigios que no pudieron detener la debacle de los curacas. Así, con el pasar de los años todos los pobladores andinos pasaron a ser indios sin distinción, aumentando el sentimiento de desprecio y humillaciones a medida que sus derechos eran socavados cada vez más, mientras los criollos percibieron el peligro que significaba movilizar a contingentes indígenas para realizar sus propios pedidos y reclamos. La incapacidad de los líderes multiétnicos del movimiento para establecer una alianza criollo-india y las mismas divisiones dentro de la población indígena fueron el germen del fracaso rebelde.
El importante papel de intermediarios coloniales que ejercían los curacas, truncado a fines del siglo XVIII y el sentimiento de amenaza de los criollos y españoles ante las masas indias tuvo consecuencias hasta después de la independencia del Perú, y ayudó a configurar de manera negativa la concepción que la nueva república peruana tendría de los indios, dejándolos fuera constantemente de sus planes políticos.
Si bien la imagen de Túpac Amaru II fue revitalizada desde el indigenismo en los años veinte y luego con fines políticos en la década de 1970, últimos estudios que combinan diversas metodologías y disciplinas académicas han dado nuevas luces no sólo sobre el levantamiento de José Gabriel Condorcanqui, sino sobre todos los movimientos sociales del siglo XVIII. Actualmente, y luego de la idealización sufrida por el cacique de Surimana que inclusive llegó al cine peruano, se puede afirmar que si bien la rebelión tuvo una gran envergadura y sus consecuencias fueron las más importantes de todos los levantamientos del penúltimo siglo colonial, lejos está Túpac Amaru II de ser un luchador social por su pueblo y precursor de la independencia bajo una conciencia nacionalista.

EL CAMBIO DINASTICO EN ESPAÑA
Hacia fines del siglo XVII, España, otrora primera potencia europea, se encontraba en un estado de decadencia, ejemplificada por el reinado de Carlos II, "El Hechizado" (1665-1700). El último de los Habsburgo españoles resultó un gobernante incapaz, permanentemente enfermizo y sin mayor autoridad sobre sus dominios.
Las riendas del gobierno se encontraban en las manos de la aristocracia terrateniente, los "Grandes", quienes dominaban el gobierno central a través de los diferentes consejos (Consejo de Castilla, de Indias, etc.), y a la vez controlaban enormes feudos en los que su autoridad era casi absoluta. A los privilegios aristocráticos se agregaban los de la Iglesia y las diversas órdenes religiosas, que controlaba gran cantidad de tierras y recursos.
La autoridad del monarca también estaba limitada en el resto de su dominio por los diversos fueros regionales (por ejemplo, los de Cataluña y Aragón), lo que redundaba en la incapacidad de la Corona para elevar los impuestos en ellos. Impedida de incrementar la carga tributaria sobre estos reinos, la Corona dependía de los recursos de Castilla y las Indias para cubrir sus gastos. Al estar la aristocracia y la Iglesia exentas de impuestos, la presión fiscal recaía sobre los campesinos castellanos, que con el paso de las décadas se empobrecían cada vez más. La situación era grave, dado que las constantes guerras en Europa representaban gastos enormes, absorbiendo los ingresos de la Corona. Para cubrir los apremiantes gastos militares la Corona recurría a un constante endeudamiento y a la devaluación de la moneda, acuñando crecientes cantidades de vellón (moneda de cobre) con la finalidad de reservar la plata para el pago de los acreedores reales. A las cargas fiscales del reino se agregaban las cargas señoriales y eclesiásticas sobre una agricultura en general atrasada. Esta situación devino en la pauperización del campesinado castellano, una masiva inmigración hacia las ciudades, hambruna y debacle demográfica.
La ruina de Castilla llevó a una creciente dependencia de los envíos de la plata de América, pero incluso éstos venían disminuyendo desde hacía varias décadas. Las razones eran el contrabando, una economía americana más diversificada, menos dependiente de las importaciones españolas, y los crecientes costos de la administración colonial. De igual modo, la economía castellana recibía cada vez menos beneficios del comercio con América, a pesar del monopolio oficial. Los productos exportados de la península a América eran principalmente agrícolas, pues la mayor parte de las manufacturas en las flotas y galeones (incluso los mismo barcos) de Indias venían de otros países europeos, principalmente Francia, pero también de Inglaterra y Holanda. Los mismos mercaderes andaluces se habían convertido en meros intermediarios entre los grandes comerciantes de Europa y sus clientes americanos.
La debacle alcanzó su punto más bajo entre 1680 y 1685. Hacia este último año se empiezan a percibir señales de recuperación. Finalmente, la Corona impuso una cierta estabilidad monetaria, volviendo a la acuñación de monedas de oro y plata. La población experimentó cierto repunte, lo mismo que la producción agrícola, mientras que las epidemias empezaban a ceder. Zonas periféricas del imperio como Cataluña y el País Vasco mostraban un gran dinamismo económico, pero aún así la situación seguía siendo crítica.
Carlos II no dejó descendencia, por lo que a su muerte en 1700 legó el trono a Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV, quien fue bien recibido por las Cortes de Castilla. Pero su sucesión al trono fue disputada por el archiduque Carlos de Austria, un Habsburgo quien no sólo tenía el apoyo de su país natal, sino también de Gran Bretaña, Holanda, Portugal y Saboya, naciones que recelaban que la sucesión de un Borbón en España, porque aumentaría el poderío francés, alterando el equilibrio de poder en Europa. Además, Carlos contaba con el apoyo de Cataluña, Aragón y Valencia, recelosas del autoritarismo Borbón, lo mismo que parte de la aristocracia castellana.
La disputa iniciaría la larga Guerra de Sucesión Española (1701-1713), que culminaría con el tratado de Utrecht (1713), por el cual las potencias europeas reconocieron los derechos de Felipe (ahora Felipe V) al trono de España a cambio de varias concesiones: En Europa, España debió ceder los Países Bajos, Nápoles, Cerdeña y Milán a Austria; Gibraltar y Menorca a Gran Bretaña, y Sicilia a Saboya. En América, España se comprometió a no ceder ninguna colonia a Francia, y cedió la colonia de Sacramento, en el estuario del río de la Plata, a Portugal.
Más grave aún fue la ruptura del monopolio comercial español con sus colonias, al tener que ceder el asiento de esclavos durante treinta años, junto con el navío de permiso, el envío anual de un navío con 500 toneladas de mercancías. Además, con la cesión de la colonia de Sacramento a Portugal se abrió el camino para un contrabando masivo.
La guerra demostró la lealtad de las colonias americanas para con Felipe V, pues a pesar de la brillante oportunidad generada por el vacío de poder en la península, no hubo ninguna rebelión en las Indias. La razón de esta conducta se encuentra probablemente en los fuertes vínculos de la clase dirigente criolla con España y la carencia de una fuente de legitimidad alternativa a la figura del Rey. Sin embargo, el conflicto también trajo ciertas consecuencias indeseables para América. Con el pretexto de proteger el comercio español, se autorizó a los franceses a enviar barcos de guerra a las Indias, abriendo otra puerta al contrabando. En la práctica, los franceses llegaron a establecer un comercio directo con América en momentos en que las flotas y galeones se espaciaban cada vez más. Particularmente en el estrecho de Le Maire en el extremo meridional de América del Sur, el cual emplearon para comerciar directamente con el Pacífico.

LAS REFORMAS BORBONICAS
REFORMAS COMERCIALES
Las reformas comerciales constituyen una de los más importantes del programa reformista borbónico. En este aspecto, la política de la Corona se basó en el mercantilismo francés, ejemplificado por el ministro de Luis XIV, Jean Baptiste Colbert (1619-1683). El mercantilismo se basaba en la idea de que los metales preciosos son la base de la riqueza de una nación, por lo tanto debe hacerse todo lo posible para aumentarlos. Esto se traducía en medidas proteccionistas del comercio y la industria con la finalidad de obtener una balanza comercial favorable. Es decir, debían ingresar más metales (en la forma de moneda) de los que salían para pagar las importaciones.
El vínculo entre el mercantilismo francés del siglo XVII y el español del siglo XVIII está dado por la obra de Jerónimo de Ustáriz, "Theórica y práctica del comercio y de marina", publicada en 1724 y reeditada varias veces después. En esta se planteaba la protección de las manufacturas nacionales mediante altos aranceles, la eliminación de las aduanas internas y una activa política estatal a favor de la industria española, a través de la compra de armas, barcos y provisiones para el ejército y la marina. De esta manera, se vinculaba la recuperación económica con la expansión del poderío militar español.
Inspirada en los escritos de Campillo y Cossio ("Nuevo sistema de gobierno para la América"), España eliminó el sistema de flotas y galeones, que se había caracterizado por su ineficiencia y poca utilidad para los comerciantes americanos. Sin embargo, no abandonó el monopolio, pues América debía ser el gran mercado para las manufacturas españolas. Estas serían pagadas mediante unas remozadas agricultura y minería coloniales. Los indios serían importantes clientes en este sistema, incorporándolos de lleno al sistema de mercado, a través de una redistribución de la tierra.
Durante la primera mitad del siglo XVIII el comercio legal trasatlántico había languidecido a causa del contrabando y las concesiones hechas a Inglaterra en el tratado de Utrecht. Tras las reformas, el resultado de estas medidas fue el incremento masivo del comercio trasatlántico, en particular cuando el fin de la Guerra de Independencia con Estados Unidos (1783) trajo la paz con Inglaterra. Pronto las mercancías europeas invadieron los mercados americanos, causando las protestas de los tribunales del Consulado de Lima y México. La sobreoferta de manufacturas causó el desplome de los precios en América, reduciendo considerablemente los beneficios de estos grandes mercaderes. En cambio, resultaron beneficiados una nueva generación de comerciantes pequeños y medianos (en su mayoría nuevos inmigrantes españoles), dispuestos a trabajar con menores márgenes de ganancias. En cuanto a las regiones, los puertos venezolanos y los del río de la Plata lograron incrementar considerablemente su participación en el comercio trasatlántico.
Del lado americano el incremento de la producción de plata cubrió buena parte del incremento comercial, aunque su participación se redujo de un 75% a un 60%. El resto de las exportaciones a Europa estaba compuesto por productos agrícolas: índigo, cacao, tabaco, azúcar, en su mayor parte provenientes de la región del Caribe, lo que revelaba la creciente importancia de regiones antes consideradas marginales del imperio. Las plantaciones se vieron beneficiadas con las Reformas Borbónicas. El mejor ejemplo de ello es Cuba, donde la Corona favoreció la importación de esclavos africanos y harina barata de los Estados Unidos para incentivar la producción azucarera. Esta se vio favorecida por la Revolución de Santo Domingo en 1789, que sacó a esta isla francesa del negocio del azúcar. Además, Cuba producía tabaco, pero no en grandes plantaciones sino en propiedades más pequeñas. Para la década de 1790, la isla exportaba alrededor de 5 millones de pesos, creciendo hasta los 11 millones en la década siguiente. Un éxito similar se logró en Venezuela con la producción de cacao, aquí también sobre la base de la mano de obra esclava.
Sin embargo, el aumento de las exportaciones coloniales españolas se debe contrastar con las cifras de las colonias inglesas y francesas. Entre 1783 y 1787 los ingleses importaron productos de las Indias Occidentales (un puñado de islas en el Caribe) por un valor de alrededor de 17 millones de pesos anuales. Los franceses hacia 1789 importaban de Santo Domingo alrededor de 27 millones de pesos (30 millones según otras fuentes), en su mayor parte en azúcar, algodón y café. En contraposición, las cifras para toda la América Hispánica a comienzos de la década de 1790s (la mejor época del comercio trasatlántico) sólo llegaba a 34 millones de pesos. Esto da una medida de la persistente ineficiencia del gobierno español en América.
El notable incremento del tráfico trasatlántico a raíz del "Libre Comercio" redundó en mayores ingresos para la Corona, sin colmar las expectativas que en él se ponían. En particular, resultaba obvio el fracaso de las manufacturas españolas para sacar beneficios de las Américas. Las mercaderías españolas enviadas a América seguían siendo en su mayor parte productos agrícolas, mientras que las manufacturas (inclusive los barcos mercantes) seguían llegando de otros países europeos. Incluso parece que las manufacturas registradas como españolas (principalmente textiles) eran reexportaciones de manufacturas de otros países con una mínima reelaboración. De igual manera, el comercio seguía estando concentrado en Cádiz, pero dominado por casas comerciales extranjeras.

REFORMAS POLITICO-ADMINISTRATIVAS
La reforma de la administración colonial partió por el reordenamiento de las divisiones administrativas americanas. Ya se había dado un paso en esta dirección con la creación del virreinato de Nueva Granada (con capital en Bogotá), el cual fue luego abolido y reestablecido definitivamente en 1739. En 1776 se creó el virreinato del Río de la Plata (con capital en Buenos Aires) al cual se anexó el Alto Perú, pues se consideraba que las minas de plata de Potosí resultaban imprescindibles para asegurar la viabilidad económica del nuevo virreinato.
Sin embargo, el principal problema de la administración colonial era el control ejercido por las elites criollas sobre las instancias de poder locales. Ello había sido facilitado por las ventas de cargos (anuladas recién en 1750), pero no se limitaban a ellas. En territorios tan lejanos a España era inevitable que los funcionarios reales se vincularan a las sociedades locales a nivel económico e incluso, mediante matrimonios, a nivel personal. Ello formaba una comunidad de intereses entre ambos grupos, redundando en que la elite criolla era quien en la práctica controlaba el gobierno. La Corona se veía perjudicada por esta situación, pues al no poder hacer valer sus intereses en sus colonias, era constantemente defraudada, sus leyes no eran observadas, al mismo tiempo que el contrabando se incrementaba.
Para resolver esta situación, la Corona emprendió la reforma de la administración colonial, como requisito indispensable para las reformas económicas. El medio usado por Carlos III para llevar a la práctica los cambios administrativos fue la antigua visita general de los Habsburgo, resucitada para nuevos propósitos. Entre 1765 y 1771 José Gálvez, realizó la visita del virreinato de Nueva Granada con gran éxito, al punto que fue recompensado con el marquesado de Sonora. Posteriormente se emprenderían visitas en el virreinato del Perú (1776) y de Nueva Granada (1778).
Uno de los primeros frutos de las reformas administrativas fue la segregación de los criollos de los principales cargos de la administración colonial. Esta labor fue también realizada por José Gálvez, ahora secretario de Indias, de tal manera que la proporción de criollos en las audiencias se redujo de ser la mayoría a sólo entre un tercio y un cuarto. Al mismo tiempo, al haberse abolido las ventas de cargos se restableció la progresión en los nombramientos de oidores, los cuales pasaban de audiencias menores a cargos más importantes en las capitales virreinales como Lima y México, y de allí al Consejo de Indias, en España. De más está decir que esta marginación causó profunda desazón en los círculos criollos.
Paralelamente, se instituyeron nuevos cargos. Para reducir la omnipotencia de los virreyes se creó el puesto de Regente, encargado de asumir las funciones del virrey como presidente de la Audiencia. Un intento similar de nombrar un encargado de los aspectos económicos de los virreinatos no alcanzó el éxito esperado. Para ello se había creado el cargo de Superintendente de la Real Hacienda y una Junta Central de Hacienda, con lo que los virreyes veían reducida su jurisdicción a lo civil y militar. Sin embargo, la oposición fue demasiado grande y este cargo fue suprimido tras la muerte de su impulsor, el secretario de Indias José Galvez, en 1787.
Las reformas no se limitaron a los cargos más altos. Un problema de particular preocupación era el de los Corregidores. Los anteriores monarcas Borbones habían limitado e incluso reducido sus sueldos en la península y las Américas. Para compensar esta pérdida, en 1751 se legalizó el Repartimiento. Esta era una vieja costumbre de los corregidores de indios, hasta entonces practicada profusamente a pesar de su ilegalidad. Tenía dos formas, en la primera el corregidor repartía mercancías a los indios a su cargo, quienes debían aceptarlas obligatoriamente y pagarlas a precios elevados. En la segunda forma, los corregidores repartían dinero para luego recuperarlo en productos tales como la cochinilla o el índigo, lo que convertía a esta forma de repartimiento en una especie de crédito forzado. La primera estaba generalizada en los Andes, mientras que la segunda predominaba en la Nueva España.
Al autorizar los Repartimientos, la Corona se limitó a regular los precios de los bienes distribuidos, pero esta regulación no tuvo mayor éxito, dado que en el corto período de gobierno de los corregidores (generalmente cinco años) éstos debían recuperar la inversión hecha y pagar a las grandes casas comerciales de México y Lima, que eran las que los proveían de crédito y mercancías. El Repartimiento se convirtió en causa de profundo descontento entre las masas indígenas, sobre todo en los Andes.
Para implementar una solución final al problema de los corregidores, la Corona decidió trasplantar a Indias el sistema de Intendencias implementado en España. Ello causó gran polémica, pues se consideraba que si los indígenas se veían libres de los repartos dejarían de participar en la economía de mercado y se volcarían a la autosubsistencia, causando la ruina de los virreinatos. El primer paso hacia el cambio se dio con el establecimiento de la primera Intendencia en Cuba, de forma experimental en 1763. El siguiente paso no se daría hasta que José Galvez ocupó la secretaría de Indias (1775-1787). Gracias a su gestión, en 1782 se crearon 8 intendencias en el virreinato del Río de la Plata. En 1784 se crearon 4 más en el virreinato del Perú y en 1786, otras 12 en el de Nueva España. Además, se crearon 5 en Centroamérica, 3 en Cuba, 2 en Chile y 1 en Venezuela, pero no llegaron a implementarse en el virreinato de Nueva Granada.
Los intendentes concentraban una enorme autoridad en el plano local, a lo que se agregaba que sus jurisdicciones eran mucho más grandes que las de los corregidores, controlando las esferas judicial, económica e incluso religiosa. Para ayudarlos a gobernar existían subdelegados encargados de jurisdicciones más pequeñas. Los resultados obtenidos por los intendentes fueron exitosos hasta cierto punto, beneficiándose sobre todo las ciudades donde se asentaban. Sin embargo, el escaso tiempo en que pudieron desarrollar su actividad (pues la Independencia hispanoamericana estaba a la vuelta de la esquina) no permite hacer un juicio preciso sobre los resultados obtenidos.


REFORMAS MILITARES
Habiendo quedado patente la debilidad del imperio colonial español durante la guerra de los Siete Años, una de las primeras medidas tomadas por la Corona fue reforzar sus defensas. Se enviaron inspectores a Cuba y a México, al poco de terminar la guerra, con la finalidad de reorganizar las defensas y reclutar las tropas necesarias. En 1768 se emitieron las Ordenanzas Militares de Carlos III, que buscaron imbuir de un nuevo espíritu a las tropas hispanas. Para 1771 la situación había mejorado considerablemente, contándose en toda Hispanoamérica 42995 hombres en armas. Sin embargo, estos estaban repartidos de manera desigual, ya que se otorgó prioridad a la región del Caribe y a la del Río de la Plata, donde el peligro de un ataque inglés era mayor. Por esta razón, cuando hacia 1780 se desatan grandes rebeliones en los virreinatos del Perú y Nueva Granada, las fuerzas realistas estaban mal preparadas.
El considerable aumento de las tropas coloniales sólo pudo lograrse gracias al enrolamiento de la población local, incluyendo gran número de indígenas y mestizos en los virreinatos del Perú y Nueva España. En todos los casos fueron los criollos quienes más se beneficiaron de la expansión de las milicias, pues coparon la mayor parte de la oficialidad. Así, la carrera militar se convirtió progresivamente en un excelente medio para lograr ascendencia social, sobre todo en momentos en que los peninsulares ocupaban los altos cargos de la administración. De allí que no es de extrañar que los protagonistas de los movimientos emancipadores a comienzos del siglo XIX fuesen casi todos militares.
El refuerzo de las posiciones militares españolas en América rindió pronto sus frutos. En 1776 se logró conquistar Sacramento por tercera vez, gracias a una expedición militar proveniente de Buenos Aires. Esta conquista se convirtió en definitiva gracias al tratado de San Ildelfonso (1778). Similares resultados se obtuvieron durante la Guerra de Independencia estadounidense (1779-1783), cuando España y Francia intervinieron en favor de los rebeldes: desde Louisiana se organizó un ataque hacia la Florida, ocupando Pensacola. Y en Centroamérica se expulsó a los ingleses de la Costa de los Mosquitos, (aunque no pudo hacerse lo mismo en el caso de Belice). En el subsiguiente tratado de paz, España recuperó la Florida, lo que aunado a las expediciones hacia California y Texas, realizadas desde Nueva España, consolidaron las fronteras del imperio colonial español

LA EXPULSION DE LOS JESUITAS
Desde el gobierno de Fernando VI, e incluso antes, los jesuitas habían estado en el centro del debate entre regalistas (partidarios de la autoridad de la Corona sobre la Iglesia) y anti-regalistas (partidarios de la supremacía papal). A ello se agregaban los problemas generados por la guerra en Paraguay, a raíz del tratado de 1750. Y en general, los jesuitas no eran bien vistos por su notoria influencia en la corte, y por sus vínculos con Roma. Incluso se les atribuía un cierto carácter subversivo y regicida. En suma, su carácter independiente e internacional los hacía incompatibles con el ideal de absolutismo de los Borbones.
Razones similares habían llevado a la expulsión de la orden jesuita de Portugal (1759) y de Francia (1762). Pero lo que desencadenó su expulsión de España fue un motín en Madrid en 1766, del que se culpó a los jesuitas, desatándose una fiebre anti-jesuita. Al año siguiente, Carlos III decretó en secreto la expulsión de los jesuitas de España y América. Sus órdenes fueron acarreadas con desusada eficiencia y gran celeridad. Se embarcó a los miembros de la orden hacia Italia, y se expropiaron sus bienes y propiedades en favor de la Corona. Pero ni siquiera en Roma encontraría refugio la orden, pues el Papa Clemente XIV la suprimió en 1773. Sólo sería restaurada recién en 1813.
Esta medida no dejó de traer consecuencias para América. Buena parte de los miembros de la orden expulsados eran criollos con fuertes vínculos en sus regiones de origen, por lo que la medida causó gran descontento. Más aun, algunos de los expulsados desde el exilio se convertirían en activistas en contra del dominio español en América, como por ejemplo Juan Pablo Viscardo y Guzmán, quien escribió la conocida Carta a los Españoles Americanos (1792).

REFORMAS DE LA IGLESIA
La expulsión de los jesuitas fue sólo el primer paso para un programa más amplio de reformas de la Iglesia en América, por parte de los Borbones. La finalidad era reducir el poder de la Iglesia en América y liberar sus propiedades y bienes para beneficiar el resto de la economía.
La primera medida fue la expulsión de los jesuitas y la expropiación de sus tierras y censos. Para administrar estas adquisiciones crearon el Ramo de Temporalidades, institución encargada de vender por subasta las antiguas propiedades jesuitas. Las condiciones de venta resultaban sumamente atractivas para los compradores, pues los precios eran menores al valor real de las propiedades. Además, se concedían créditos para el pago a plazos. En cuanto a los censos, las rentas que antes le correspondían a la orden, pasaron a ser remitidas directamente a España.
El segundo paso consistió en la desamortización de censos y otras cargas eclesiásticas, es decir, liberaron la tierra de los pagos debidos a la Iglesia. A la vez, se buscó eliminar el régimen de "manos muertas" impuesto sobre ciertas tierras, que impedía su venta legal. No obstante, el inicio de la desamortización se dio en una fecha tardía: 1804. El ministro de Carlos IV, Godoy, decretó la medida intentando consolidar los juros emitidos por la Corona para la guerra con Inglaterra. Ello implicó el pago directo al Estado de todas las cargas eclesiásticas sobre la tierra, asumiendo éste el pago de los intereses sobre estos capitales. Por permitir liberar las propiedades rurales de los pesados vínculos eclesiásticos, esta medida tuvo gran popularidad en España, pero no tanto así en América, porque significó un drenado de importantes recursos hacia la península, sin mayor beneficio para la economía local. El tercer y último paso de las reformas de la Iglesia fue la supresión de la Inquisición. Igualmente, los bienes y censos de este tribunal fueron a beneficio de la Corona.
Por otro lado, la recaudación del diezmo pasó, por decreto real, a juntas controladas por funcionarios reales. En general, estas medidas más bien económicas estuvieron acompañadas por un ataque enfocado a los privilegios eclesiásticos. En 1795 se eliminó la inmunidad del clero ante los tribunales civiles para los delitos graves.
Este conjunto de medidas contra el poder de la Iglesia finalmente probó ser más bien contraproducente para los intereses de la Corona, porque socavó uno de los pilares de la autoridad real en España y América, con lo cual socavaba los fundamentos del absolutismo.

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