7/9/07

IDENTIDAD Y DERECHOS DE LOS PUEBLOS INDIGENAS

Hacia el reconocimiento de la identidad y de los derechos de los pueblos indígenas en América Latina: Síntesis de una evolución y temas para reflexión
ORGANIZACION INTERNACIONAL DEL TRABAJO
Equipo Técnico Multidisciplinario (ETM)
Arturo S. Bronstein

Introducción
En septiembre de 1998 se celebró en Guatemala el Segundo Seminario Internacional sobre Administración de Justicia y Pueblos Indígenas, convocado conjuntamente por el Organismo Judicial y la Corte Suprema de Justicia de Guatemala, el Instituto Interamericano de Derechos Humanos y la Oficina Internacional del Trabajo. El seminario – que fue inaugurado por el Presidente de la República, Alvaro Arzú Irigoyen - se fijó los siguientes objetivos:
Presentar una síntesis de los principales resultados de las deliberaciones del Primer Seminario Internacional, realizado en Sucre, Bolivia, en 1997.
Avanzar en la discusión y ejemplificación en torno de los siguientes temas sustantivos:

Análisis de la jurisprudencia emergente en materia indígena;
Análisis de las recientes reformas constitucionales en materia indígena y las implicaciones para el sistema de justicia ordinaria y constitucional;
Deliberación en torno al desarrollo conceptual y operativo sobre la normativa tradicional indígena y el derecho positivo, roles jurisdiccionales y pluralismo político;
Métodos y mecanismos alternativos de resolución de conflictos: experiencias concretas y perspectivas;
Aplicación del Convenio núm. 169 de la OIT y de otros instrumentos internacionales por parte de los administradores de justicia y operadores jurídicos.

El evento congregó a más de ciento cuarenta participantes, incluyendo a magistrados de las cortes supremas y tribunales constitucionales de varios países de América Latina, abogados defensores de los derechos indígenas, expertos internacionales y representantes de organizaciones indígenas.

El presente artículo tiene por objeto ofrecer una síntesis de las ponencias que se sometieron al evento, y de las conclusiones más notables para los juristas que emergieron de sus más de treinta horas de debates.

El entorno conceptual
El trasfondo sociológico y político del seminario es el tema de la identidad indígena y la especificidad de su cultura, durante muchos tiempos ignorados por el orden jurídico en que se fundaba el Estado. El Estado de Derecho concebido por los países de América Latina en el siglo XIX, se basó en concepciones napoleónicas de unidad del Estado e igualdad de todos los habitantes ante la Ley, conforme a los principios un sólo Estado, una sola Nación, un sólo pueblo, una sola forma de organizar las relaciones sociales, una sola Ley, una sola administración de Justicia. Dentro de este entorno conceptual la igualdad de todos los ciudadanos, cualquiera fuera su origen, tenía carácter de axioma. Si bien no se negaba la existencia de realidades sociales diferentes entre los distintos grupos étnicos que cohabitaban en el seno del Estado, éstas no podían tener efecto jurídico alguno: todos somos iguales ante la Ley; nadie puede invocar la ignorancia de la Ley; dura lex sed lex.
Es cierto que se debe reconocer que la unidad cultural que afirmaban las constituciones decimonónicas respondía a la necesidad política de que el Estado se diera una identidad nacional que en sus épocas tempranas estaba aún por hacerse. Sin embargo, también lo es que esta concepción rechazaba la especificidad indígena, frente a la cual el orden político y jurídico dominante formulaba una estrategia que según las circunstancias contenía dosis más o menos importantes de llamamientos a la sumisión, la asimilación o el exterminio. En algunos casos el indígena era considerado como un salvaje al que debía hacerse la guerra, en otros era una mano de obra explotable a voluntad, como lo había sido en tiempos del Imperio Español, en otros era un incapaz jurídico a quien debía ofrecerse la protección del Estado con miras a prepararlo para integrarse en la sociedad civilizada; pero en una mayoría de casos la estrategia del Estado frente al indígena incluía estos tres componentes al mismo tiempo. Estos enfoques se expresaban por ejemplo en las disposiciones de la Constitución Argentina de 1853, que comprometía al Estado a evangelizar a los indios, la del Paraguay de 1870, en donde se fijaba entre las atribuciones del Congreso la de conservar el trato pacífico con los indios y promover su conversión al cristianismo y la civilización, o de la ley colombiana núm. 89, de 1890, relativa al modo de tratar a los salvajes con objeto de reducirlos a la vida civilizada. Así, la ponencia de Roque Roldán recuerda que entre 1819 y 1960 se expidieron en Colombia no menos de 100 ordenamientos orientados directa o indirectamente a acelerar el proceso de integración y asimilación de los indígenas al esquema de valores políticos, económicos y religiosos más generalizados en el país, disolviendo sus formas de tenencia y uso de la tierra, disponiendo la liquidación de sus formas de gobierno interno, promoviendo su forzada cristianización y castellanización.
La vigencia de esta concepción se mantuvo con relativamente pocos cambios hasta alrededor de los años cuarenta del presente siglo, cuando se desarrollaron las iniciativas indigenistas, dotadas de un fuerte sesgo tutelar. En 1948 la Novena Conferencia Internacional Americana aprobaba una Carta de Garantías Sociales en la que se pedía que los Estados adopten las medidas necesarias para prestar al indio protección y asistencia, resguardándolo de la opresión y la explotación, protegiéndolo de la miseria y suministrándole adecuada protección. Análogas características posee el Convenio 107 de la OIT, relativo a la protección e integración de las poblaciones indígenas y de otras poblaciones tribales y semitribales en los países independientes, que la Conferencia Internacional del Trabajo adoptó en 1957 con la colaboración de las Naciones Unidas y de varias organizaciones internacionales especializadas, incluyendo la FAO, la UNESCO y la OMS. Dicho convenio observaba en su preámbulo que en diversos países independientes existen poblaciones indígenas y otras poblaciones tribales y semitribales que no se hallan integradas todavía en la colectividad nacional y cuya situación social, económica o cultural les impide beneficiarse plenamente de los derechos y las oportunidades de que disfrutan los otros elementos de la población; y en su parte dispositiva comprometía a los Estados ratificantes a desarrollar programas coordinados y sistemáticos con miras a la protección de las poblaciones en cuestión y a su integración progresiva en la vida de sus respectivos países.
Estas concepciones hoy parecen anacrónicas, en la medida en que los propios pueblos indígenas las han rechazado, afirmando su voluntad de mantener su identidad cultural y social, la que reconoce raíces anteriores a la creación de los estados nacionales en América Latina. De ahí que de manera progresiva se ha venido abriendo paso una concepción que reconoce la naturaleza pluricultural y multiétnica de los numerosos estados que albergan simultáneamente pueblos de origen europeo o mestizo, junto con otros de raíces y cultura indígenas cuya identidad hasta hace poco tiempo era desconocida por el orden político y jurídico dominante. La misma OIT en 1989 revisó el Convenio 107 con miras a adoptar una nueva norma, el Convenio 169, al que nos referimos más adelante, el que tiene en cuenta esta evolución.
Sin embargo, el sistema de derecho prevaleciente en nuestros países tiene dificultades para adaptarse al reconocimiento de una realidad social que, hay que admitirlo, posee efectos desestabilizadores sobre las ideas que nos han inculcado en nuestras universidades acerca de la forma como se crea y se aplica el derecho, de arriba hacia abajo a partir del Estado, conforme al esquema desarrollado por el positivismo jurídico. Como lo destaca la ponencia de Magdalena Gómez, hasta ahora el Derecho no ha tenido respuestas suficientes para expresar la pluriculturalidad.
Al margen de ello, poco se ha reflexionado sobre el desfase existente entre la tan proclamada igualdad jurídica de las Constituciones napoleónicas y la realidad cotidiana que nos muestra que existen muy notables desigualdades entre la sociedad europeizada y la indígena. Así, es difícil negar que los mayores índices de pobreza y exclusión social en América Latina se encuentran precisamente entre los pueblos indígenas, como lo reconocen inclusive algunos documentos oficiales, como los Acuerdos de San Andrés, en México, a que se refiere la ponencia de Francisco López Bárcenas sobre iniciativas de reforma constitucional y derechos indígenas en México. Agreguemos que numerosos informes de organismos internacionales competentes en derechos humanos abundan en evidencias sobre prácticas discriminatorias, manifestaciones de racismo y a veces hasta de etnocidio en perjuicio de pueblos indígenas. Aún en países insospechados de violación de los derechos humanos la discriminación de facto se observa por ejemplo en la operación de la propia justicia monista del Estado, que llega con grandes dificultades – cuando llega – hasta los indígenas, por motivos como el alejamiento, la falta de peritajes antropológicos, el desconocimiento de la cultura indígena o la falta de traductores. Consideraciones análogas pueden formularse con respecto a la manera como opera el sistema penal; así, en la ponencia de René Dussault se destaca la desproporción que existe entre la población indígena del Canadá – 2.7 por ciento del total nacional – y la que puebla las prisiones federales canadienses, en donde 13 por ciento de los internos son indígenas, y ello aún en uno de los países del mundo que más se enorgullecen de su multiculturalidad y compromiso en la lucha contra la discriminación. En suma, al tiempo que se tiende a desconocer a los indígenas el derecho a tener su propio derecho, también se menoscaba de facto su acceso a la administración de la justicia dentro del sistema de derecho positivo.
De manera lenta pero firme la situación comienza a cambiar; a esta evolución se consagran las páginas que siguen.

El reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas en el derecho internacional
Ante la ausencia o insuficiencia de normativa nacional, el tema de la normativa internacional adquiere gran importancia. Dicho tema es abordado en las ponencias de Rodolfo Stavenhagen, que se centra los instrumentos de las Naciones Unidas, y de Germán López Morales, especialista de la OIT en normas internacionales del trabajo, que presenta el sistema de control de las normas de dicha Organización, en cuyo seno se elaboró el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales, 1989 (núm. 169).
Rodolfo Stavenhagen observa que el derecho internacional aborda el tema de los derechos indígenas dentro del marco más general de los derechos humanos, cuya piedra fundamental es la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU, adoptada en 1948. La Declaración contiene dos principios altamente pertinentes para la defensa de los derechos indígenas, a saber la igualdad y la no discriminación; sin embargo, no posee carácter vinculante. Sí lo tienen, en cambio, otros instrumentos internacionales de la ONU, como la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio, 1948 – que algunos pueblos indígenas han invocado, alegando que ser víctimas de genocidio cultural o etnocidio- así como las dos convenciones adoptadas en 1966, conocidas como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ambos en vigor desde 1976. Los dos pactos prohíben la discriminación basada en la raza, color, sexo, lengua, religión, origen social o nacional, propiedad o el nacimiento. A ellos se debe añadir la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial, adoptada en 1965. Aún cuando ninguno de dichos instrumentos se refieren específicamente a los derechos de los pueblos indígenas como tales, éstos pueden invocarlos - y así lo han hecho – cuando son víctimas de persecución o discriminación.
Más específicamente se puede invocar el artículo 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que dispone que no se debe negar, a las personas que pertenecen a las minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, el derecho que les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a emplear su propio idioma. Sin embargo, Stavenhagen observa que esta disposición presenta tres dificultades: en primer lugar no define lo que se entiende por minoría; a ello corresponde añadir que los pueblos indígenas en América Latina se resisten a ser considerados como minorías y de hecho en algunos países son mayorías en términos demográficos. En segundo lugar, el texto no afirma derechos, pues esta redactado en términos negativos (no se debe negar). En tercero, no reconoce derechos a las minorías como tales, sino a las personas que pertenecen a las mismas, siendo así que los grupos indígenas insisten en el reconocimiento de sus derechos colectivos como pueblos. No obstante estas insuficiencias, esta disposición ha sido objeto de un seguimiento que no está desprovisto de interés para los pueblos indígenas, a cargo de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, de la cual depende la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías, en cuyo seno se ha constituido un Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas. Este Grupo ha elaborado un Proyecto de Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas, con miras a su adopción por la Asamblea General de la ONU; sin embargo su discusión previa en la Comisión de Derechos Humanos se encuentra estancada.
En contraste con los dos pactos de la ONU, que se dirigen al conjunto de los habitantes del planeta, en el seno de la Organización Internacional del Trabajo se han elaborado normas internacionales que tratan específicamente de los derechos de los pueblos indígenas. Las más importantes son el Convenio sobre Poblaciones Indígenas y Tribales, 1957 (núm. 107), y el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales, 1989 (núm. 169), que revisó al anterior. Aún cuando, al haber sido revisado, el Convenio 107 está cerrado para nuevas ratificaciones, se mantiene como fuente de obligaciones con respecto a los países que no lo han denunciado y tampoco han ratificado el Convenio 169.
En la elaboración del Convenio 169 participaron muy activamente numerosas organizaciones indígenas de todo el mundo, lo que explica que haya recogido sino la totalidad de sus reivindicaciones cuando menos algunas de las más fundamentales. En la ponencia de Jorge Luis Vacaflor, relativa a Bolivia, se subraya la importancia de este convenio para el desarrollo y reforma de la normatividad nacional en lo referente al reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas.
El Convenio 169 es sumamente extenso si se lo compara con otros instrumentos de la OIT que tratan de derechos humanos, y sobre todo si se tiene en cuenta que cada una de sus disposiciones sustantivas genera obligaciones cuyo cumplimiento debe certificarse mediante memorias periódicas que los gobiernos envían a la OIT y que son objeto de examen por órganos de supervisión independientes o tripartitos. Sus conceptos básicos son el respeto de la identidad propia de los pueblos indígenas, la participación efectiva de estos pueblos en los procesos de tomas de decisiones que los afectan y el establecimiento de instituciones o mecanismos apropiados para administrar los programas que afecten a los interesados. Como lo destaca la ponencia de Germán López Morales, el sistema de supervisión de la aplicación de este convenio, como de todos los convenios de la OIT, ofrece garantías de independencia quizás incomparables con los sistemas de supervisión prevalecientes en otras organizaciones internacionales, por lo general confiadas a instancias integradas por funcionarios o expertos designados por los gobiernos.
El Convenio 169 abarca tanto aspectos laborales como no laborales, pero es ante todo un instrumento internacional sobre Derechos Humanos. Uno de sus objetivos es la realización en el orden nacional de acciones positivas encaminadas a corregir disparidades materiales y de desarrollo que existen entre los pueblos indígenas y el resto de la sociedad nacional. Por cierto que su impacto no se puede visualizar en el corto plazo, aunque sí ya se pueden identificar muchos de sus efectos en el orden jurídico nacional, pues como se verá más adelante prácticamente todas las reformas constitucionales recientes que abordan el tema de los derechos indígenas se inspiran en este Convenio. Además, la peculiaridad del sistema de monitoreo de las normas de la OIT permite abrir un diálogo entre la OIT y las autoridades nacionales, a través del cual se pueden evaluar los esfuerzos y las medidas que toman los Estados Miembros de la OIT para dar cumplimiento a sus disposiciones.
En fin, dentro de los instrumentos internacionales de nivel regional se debe recordar a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, 1969, también conocida como Pacto de San José. Esta convención tampoco trata específicamente de los derechos de los indígenas, pero su órgano de monitoreo – la Comisión Interamericana de Derechos Humanos – ha abordado el tema relacionándolo con la discriminación. La ponencia de Gabriela Olguín ofrece rica y variada información sobre la manera como la Comisión ha llamado la atención de los gobiernos sobre prácticas violatorias de esta convención, en perjuicio de los pueblos indígenas.

Del término poblaciones indígenas al concepto de pueblos indígenas: mucho más que un cambio de lenguaje
Mientras que el Convenio 107 de la OIT se refiere a las poblaciones indígenas y tribales, los grupos indígenas insisten en que se los reconozca como pueblos, término que fue acogido en el Convenio 169. La diferencia de terminología no es semántica, y en verdad es susceptible de tener importantes implicaciones, especialmente en el derecho internacional. Para los grupos indígenas el término poblaciones posee connotaciones peyorativas, o cuando menos restrictivas pues expresa la idea de un conglomerado de personas que no comparten una identidad precisa y se encuentran en un estado transitorio de subdesarrollo con respecto a una sociedad dominante. En contraste, el término pueblo tendería a respetar mejor la idea de que existen sociedades organizadas, con cultura e identidad propias, destinadas a perdurar, en lugar de simples agrupaciones de personas que comparten algunas características raciales o culturales.
Sin embargo, el término pueblos plantea muy serias dificultades cuando se lo refiere al Derecho Internacional, pues se lo asocia con el derecho de libre determinación, en virtud del cual pueden establecer libremente su condición política y proveer a su desarrollo económico, social y cultural, como lo declara el Pacto Internacional de Derechos Civiles, Políticos, Sociales y Culturales, 1966, de la ONU. Como se destaca en la ponencia de Rodolfo Stavenhagen tal vez no exista en los instrumentos internacionales texto que haya generado mayor controversia que éste. La ONU ha sido clara en el sentido de que el derecho de libre determinación no puede ser invocado contra estados soberanos e independientes que se comportan conforme a normas de las Naciones Unidas, y no puede servir de pretexto para la secesión ni para poner en peligro la integridad territorial de los estados. También ha considerado que las minorías a que se refieren diversos instrumentos internacionales sobre derechos humanos no son consideradas como pueblos y no tienen el derecho de libre determinación. Sin embargo los movimientos indígenas insisten en autodenominarse pueblos, y consideran que no son minorías en el sentido que les reconocen aquellos instrumentos internacionales, pues los mismos fueron redactados teniendo en cuenta la situación de las minorías en Europa.
En realidad, la noción de pueblo carece de una definición con alcances jurídicos, por lo que puede aplicarse tanto a una entidad social (un grupo humano que comparte identidades étnicas, sociales y espirituales) como política. Como explica Stavenhagen, la insistencia de los interesados en definirse como pueblos indígenas, sumada a los derechos de autodeterminación que se reconocen internacionalmente a los pueblos es uno de los motivos principales por los que el debate sobre la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas se halla estancado en la ONU, al punto que se ha propuesto retomar el antiguo término poblaciones como solución transaccional para hacer avanzar la discusión de la Declaración.
En definitiva, al menos hasta ahora el único instrumento internacional que utiliza la expresión pueblos indígenas es el Convenio 169 de la OIT. Sin embargo, como surgió de los debates de la Conferencia de la OIT, y se refleja en el propio texto del convenio, el sentido que se acuerda al término pueblos en dicho convenio se relaciona con la identidad social y cultural de los interesados, pero no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional. Aunque es comprensible que esta redacción pueda ser fuente de desilusión para los movimientos indígenas hay que recordar que el tema de la autodeterminación es de naturaleza política, lo que escapa al ámbito de competencia de la OIT. Por otra parte, en el hipotético caso de que se reconociera aquella competencia a la OIT es probable que los gobiernos hubieran sido muy reticentes a adoptar el Convenio 169 si se hubiera insistido en conferir a la palabra pueblos el significado que le atribuyen los instrumentos de la ONU, o de haber sido adoptado es dudoso que lo hubieran ratificado.

Los cambios constitucionales: del Estado napoleónico al Estado multiétnico y pluricultural
Sólo en fechas relativamente recientes las constituciones de América Latina han reconocido la diversidad cultural, pero desde entonces prácticamente no hay reforma constitucional que se lleve a cabo en la que no se incluyan disposiciones que con mayor o menor detalle tienden a reconocer los derechos de los pueblos indígenas dentro del respeto de la unidad del Estado. Así la de Argentina (1994) reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. La de Bolivia (1994) define a su país como una nación libre, independiente, soberana, multiétnica y pluricultural, constituida en República unitaria, (que) adopta para su gobierno la forma democrática representativa, fundada en la unidad y la solidaridad de todos los bolivianos. La del Brasil (1988) contiene en su artículo 231 un detallado catálogo de los derechos que se reconocen a los indios. La de Colombia (1991) subraya que el Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana. La del Ecuador (1998) define a su país como un estado social de derecho, soberano, unitario, independiente, democrático, pluricultural y multiétnico. La de Guatemala (1985, actualmente en proceso de revisión) declara que Guatemala está formada por diversos grupos étnicos entre los que figuran los grupos indígenas de ascendencia maya. La de México (1992) afirma que la nación mexicana tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La de Nicaragua (1995), reconoce la existencia de los pueblos indígenas, garantizándoles el derecho de mantener y desarrollar su identidad y cultura, tener sus propias formas de organización social y administrar sus asuntos locales, así como mantener las formas comunales de sus tierras y el goce, uso y disfrute de las mismas. La de Panamá (1994) afirma que el Estado reconoce y respeta la identidad étnica de las comunidades indígenas nacionales. La del Paraguay (1992) reconoce la existencia de los pueblos indígenas, definidos como grupos de cultura anteriores a la formación y organización del Estado paraguayo. La del Perú (1993) declara que el Estado reconoce y protege la pluralidad étnica y cultural de la Nación.
¿Cuál puede ser el alcance de ese reconocimiento? Es evidente que desde el momento en que la Constitución reconoce la identidad étnica y la cultura propia de sus pueblos indígenas está confiriendo al Estado el mandato de formular las reglas jurídicas indispensables para que aquel reconocimiento se traduzca en derechos concretos. Aunque esto puede ser materia de legislación – cuyo desarrollo a la hora actual, hay que reconocer que en una mayoría de países es incipiente - es importante destacar que prácticamente todas las reformas constitucionales recientes han juzgado indispensable incorporar en su propio texto algunas normas esenciales por las que se expresa aquella identidad y pluriculturalidad. De esta manera, aún en ausencia de legislación los tribunales han podido desarrollar una rica jurisprudencia que ha permitido la afirmación de algunos derechos fundamentales reclamados por los pueblos indígenas, como lo evidencian los numerosos fallos de las Cortes Supremas y Tribunales Constitucionales que se aportaron como documentación de base para el Seminario.
De manera más concreta, prácticamente todas las Constituciones recientes reconocen la singular relación que existe entre los pueblos indígenas y sus tierras y territorios, que no puede sino repudiar a los sistemas jurídicos de apropiación y transmisión de la tierra tal como son regulados por el Código Civil. El reconocimiento de las lenguas indígenas, que en algunos casos tienen jerarquía de lengua oficial, y el respeto de la identidad cultural también forman parte del catálogo de derechos de las mismas. Varias de ellas reconocen el derecho de los pueblos indígenas a mantener sus propias formas de administración comunitaria, incluyendo en algunos casos el ejercicio de funciones jurisdiccionales con arreglo a su propio derecho. A continuación examinamos de qué manera han sido desarrollados estos principios.

Los derechos específicos de los pueblos indígenas
La ponencia de Magdalena Gómez destaca que a partir del momento en que se reconoce el carácter pluriétnico y pluricultural del Estado estamos frente a un proceso político que expresa al movimiento de los pueblos indígenas y a sus reivindicaciones en materia de reconocimiento de derechos anteriores a la creación misma del Estado. De ahí surge la necesidad de identificar aquellos derechos o grupos de derechos que se pueden considerar como específicos de los pueblos indígenas, en la medida en que reflejan valores culturales y espirituales – o como se dice ahora, una cosmovisión – diferente de aquella en que está fundada el resto de la sociedad. Se trata por cierto de una tarea muy difícil, ya que también es indispensable asegurar que esos derechos no entren en conflicto con el orden jurídico y moral consagrado por la Constitución Política del Estado Nacional. Como se destaca en la ponencia de Carlos Gaviria, que refleja la doctrina de la Corte Constitucional de Colombia, el Estado tiene la especial misión de garantizar que todas las formas de ver el mundo puedan coexistir pacíficamente, labor que no deja de ser conflictiva, pues estas concepciones muchas veces son antagónicas e incluso incompatibles con los presupuestos que él mismo ha elegido para garantizar la convivencia. En especial son claras las tensiones entre reconocimiento de grupos culturales con tradiciones, prácticas y ordenamientos jurídicos diversos y la consagración de derechos fundamentales con pretendida validez universal.
El tema de los derechos específicos de los pueblos indígenas también tiene su acogida en el Convenio 169 de la OIT y de una manera directa o tácita es evocado por los textos constitucionales y legales de numerosos países, aún cuando, como lo recordó Jorge Dandler, el desarrollo de estos últimos en gran medida queda aún por hacerse. Teniendo en cuenta el número y la diversidad de los pueblos indígenas en Latinoamérica, lo mismo que la inmensidad del espacio geográfico en el que están diseminados, se podría pensar que estos derechos específicos son muy diferentes de un pueblo a otro, lo que haría difícil su presentación temática. Sin embargo, a la luz de la comparación de los textos legales y decisiones de justicia de los diferentes países, y a juzgar por las reivindicaciones de los propios pueblos indígenas, encontraremos una sorprendente similitud en lo que hace a lo que llamaríamos un núcleo de derechos fundamentales. En ese sentido merece señalarse a la atención del lector la ponencia de José María Cabascango, que reproduce un catálogo de proyectos de leyes que reivindica la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, CONAIE, pero que también podríamos encontrar en otros países.
Muy probablemente el primero de estos derechos específicos es el que se refiere a la utilización de la tierra, que dentro de la cosmovisión indígena no puede ser tratada como un bien apropiable y enajenable en la forma como lo dispone el Código Civil. A menudo se insiste en el derecho al territorio, considerado como un espacio geográfico dentro del Estado, en cuyo interior el pueblo indígena que lo habita organiza su vida y su administración conforme a sus tradiciones y valores. A éstos agregaremos el derecho a la identidad de la cultura indígena, lo que incluye el respeto de las prácticas, valores y espiritualidad ancestrales y el reconocimiento de su lengua, el derecho a la protección del entorno físico y ecológico de las comunidades indígenas, el derecho a la consulta de los pueblos indígenas cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarlos directamente, y en fin el derecho a la organización de los pueblos indígenas de conformidad con sus propios valores y tradiciones, lo que incluye la aplicación de un sistema de derecho diferente al del país en general.
Al examen de la manera como estos derechos han sido desarrollados consagramos las secciones que siguen.

Propiedad y tenencia de la tierra
Dentro de las especificidades de la cultura indígena la más conocida es sin duda la relación que el indígena mantiene con su tierra ancestral. En la cosmovisión maya el Sol es el padre, la Luna es la abuela y la Tierra es la madre; en idioma tzotzil la palabra "hombre" (Swinkilel Lum) significa "el que posee tierra"; en el Sur del Continente el pueblo mapuche se autoidentifica como gente (che) de la tierra (Mapu). Para la cultura indígena la tierra ancestral es fuente de vida y es parte esencial de su identidad; por eso mismo la tierra es de propiedad comunitaria, pertenece al grupo y no a un individuo, y no puede ser considerada como una mercancía ni mucho menos como un bien susceptible de apropiación privada o enajenación a terceros en las condiciones que prevén los sistemas de derecho napoleónicos. Sin duda la mayor oposición que puede existir entre la cultura jurídica europea y la indígena es la manera como una u otra abordan el tema de la tenencia de la tierra. Si en la primera la tierra pertenece a la persona en la segunda es la persona o con mayor propiedad el grupo étnico que en cierto sentido pertenecen a la tierra. De ahí que, si para la primera un conflicto en torno de la tierra se limita a la disputa por un terreno, grande o pequeño y más o menos explotable, para la segunda puede significar toda la razón de su identidad e inclusive su supervivencia.
Sin embargo, el orden jurídico dimanante de las constituciones decimonónicas jamás tomó en consideración esta diferencia de concepciones, limitándose a afirmar el derecho irrestricto de propiedad individual con respecto a aquellas tierras que tenían un dueño registrado como tal, y confiriendo al Estado la propiedad de las tierras baldías. De ahí que la exigencia de que las tierras y el territorio ancestrales sean objeto de un trato jurídico conforme a los valores de los pueblos indígenas, y por ende diferente del que prescribe el Código Civil, figura y ha figurado desde siempre en el centro de todas las reivindicaciones de los pueblos indígenas.
¿Cómo conciliar éstas dos concepciones en el seno de una sociedad que se pretende pluricultural y pluriétnica? El tema ha sido materia de desarrollo detallado en la Parte II del Convenio 169, que recuerda que al aplicar sus disposiciones los gobiernos deberán respetar la importancia especial que para las culturas y valores espirituales de los pueblos interesados reviste su relación con las tierras o territorios, o con ambos, según los casos, que ocupan o utilizan de alguna otra manera, y en particular los aspectos colectivos de esa relación. Además, deberán respetarse las modalidades de transmisión de los derechos sobre la tierra entre los miembros de los pueblos interesados establecidas por dichos pueblos, consultarse a los pueblos interesados siempre que se considere su capacidad de enajenar sus tierras o de transmitir de otra forma sus derechos sobre estas tierras fuera de su comunidad. Asimismo, deberá impedirse que personas extrañas a esos pueblos puedan aprovecharse de las costumbres de esos pueblos o de su desconocimiento de las leyes por parte de sus miembros para arrogarse la propiedad, la posesión o el uso de las tierras pertenecientes a ellos.
Prácticamente todas las constituciones recientes se inspiran en el Convenio 169. Por ejemplo, la de la Argentina proclama que ninguna de las tierras ocupadas tradicionalmente por los pueblos indígenas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. La de Bolivia declara que se reconocen, respetan y protegen en el marco de la ley, los derechos sociales, económicos y culturales de los pueblos indígenas que habitan en el territorio nacional, especialmente los relativos a sus tierras comunitarias de origen, garantizándose el uso y aprovechamiento sostenible de los recursos naturales. La del Brasil reconoce a los indígenas sus derechos originarios sobre las tierras que tradicionalmente ocupan, las que declara inalienables, indisponibles e imprescriptibles; además, confiere a los indígenas el usufructo exclusivo de las riquezas del suelo, de los ríos y de los lagos existentes en ellas. La de Colombia establece que las tierras comunales de grupos étnicos, las tierras de resguardo, el patrimonio arqueológico de la Nación y demás bienes que determine la ley, son inalienables, imprescriptibles e inembargables. La del Ecuador garantiza a los pueblos indígenas el derecho a sus tierras, que son declaradas imprescriptibles, inalienables, inembargables e indivisibles, salvo la facultad del Estado para declarar su utilidad pública. La de Guatemala contiene diversas disposiciones programáticas, que a la hora actual están en vías de revisión, en consonancia no sólo con el convenio 169 sino además con el Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas, que forma parte del conjunto de acuerdos que permitieron poner fin a más de treinta años de guerra civil. La de Nicaragua reconoce las formas comunales de propiedad de las tierras de las comunidades de la Costa Atlántica, a las que además garantiza el disfrute de sus recursos naturales [y] la efectividad de sus formas de propiedad comunal. La de Panamá dispone que El Estado garantiza a las comunidades indígenas la reserva de las tierras necesarias y la propiedad colectiva de las mismas para el logro de su bienestar económico y social. La de Paraguay prescribe que los pueblos indígenas tienen derecho a la propiedad comunitaria de la tierra, que declara inembargables, indivisibles, intransferibles, imprescriptibles, no susceptibles de garantizar obligaciones contractuales ni de ser arrendadas, y exentas de tributo. Por otra parte prohíbe la remoción o traslado de los pueblos indígenas de su hábitat sin el expreso consentimiento de los mismos.

Derecho al territorio
El derecho al territorio colectivo, como una entidad distinta de la tierra, dentro del cual los pueblos indígenas pueden organizar su vida conforme a sus tradiciones y valores, también forma parte de los reivindicaciones de los pueblos indígenas. Antiguamente llamados reservas (término que los indígenas rechazan, por su connotación de encierro), el territorio es definido por el Convenio 169 como la totalidad del hábitat de las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan de alguna otra manera.
Entre los antecedentes de textos legales relativos al tema merece destacarse la legislación costarricense de 1939, Ley General sobre Terrenos Baldíos, que es evocada en la ponencia de Ana Virginia Calzada, magistrada de la Sala IV, Constitucional, de la Corte Suprema de Costa Rica. Dicha ley declaraba inalienable y de propiedad exclusiva de los indígenas, una zona prudencial a juicio del Poder Ejecutivo en los lugares donde existan tribus de éstos, a fin de conservar nuestra raza autóctona y de librarlos de futuras injusticias. No obstante, no confería derechos de autogobierno dentro de las tierras que reservaba a las comunidades indígenas, lo que sí hizo catorce años después una ley panameña de 1953 que confirió un status especial a la Comarca de San Blas, habitada por el pueblo Kuna. Con posterioridad, otras leyes panameñas crearon la comarca Embera de Darién, en 1983, la Comarca Kuna de Madugandi, en 1996 y la Comarca Ngobe-Bugle, en 1997. Un resumen de esta legislación figura dentro de la documentación de base que se entregó al seminario.
Jurídicamente la comarcas panameñas son un territorio demarcado físicamente, habitado por un pueblo indígena, dentro del Estado, en las cuales existe un régimen especial administrativo, la tierra es de propiedad colectiva y se reconocen las autoridades tradicionales, costumbres y tradiciones del pueblo que lo habita. Por ejemplo, la ley de creación de la Comarca Ngobe-Bugle establece que las tierras constituyen propiedad colectiva de la Comarca, de uso colectivo, prohibiéndose la propiedad privada y su enajenación. Su máxima autoridad es el Congreso General, reconociéndose como autoridades tradicionales al cacique general, el cacique regional, los caciques locales, el jefe inmediato y el vocero. La administración de justicia debe tener en cuenta la realidad cultural del área. La ley de creación contiene igualmente disposiciones relativas al uso y explotación de los recursos naturales, la protección de los sitios arqueológicos, y reconoce las lenguas, culturas, tradiciones y costumbres del pueblo Ngobe-Bugle.
En contraste con el precedente panameño, la ponencia de María Luisa Acosta, y el comentario de la misma por Josefina Ramos, Magistrada de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Nicaragua, son ilustrativas acerca de los problemas que se plantean a los pueblos indígenas – en el caso la Comunidad Mayagna de Awas Tingni en la Costa Atlántica de Nicaragua – cuando en ausencia de una legislación apropiada no se garantiza a las comunidades indígenas el derecho a un territorio delimitado e inalienable. En la sección siguiente incorporaremos algunas referencias al caso presentado por la doctora Acosta.
Como es de imaginar, con la evolución de las ideas este tema llegó también a las constituciones de varios países. Por ejemplo la Constitución de Nicaragua confiere un status especial a las comunidades de la Costa Atlántica. Sin embargo, la elaboración más completa es, probablemente, la que ofrece la Constitución de Colombia, cuyas disposiciones pertinentes se reproducen a continuación:

Art. 330. De conformidad con la Constitución y las leyes, los territorios indígenas estarán gobernados por concejos conformados y reglamentados según los usos y costumbres de sus comunidades y ejercerán las siguientes funciones: Velar por la aplicación de las normas legales sobre usos del suelo y poblamiento de sus territorios. Diseñar las políticas y los planes y programas de desarrollo económico y social dentro de su territorio, en armonía con el Plan Nacional de Desarrollo. Proveer las inversiones públicas en sus territorios y velar por su debida ejecución. Percibir y distribuir sus recursos. Velar por la preservación de los recursos naturales. Coordinar los programas y proyectos promovidos por las diferentes comunidades en su territorio. Colaborar con el mantenimiento del orden público dentro de su territorio de acuerdo con las instrucciones y disposiciones del Gobierno Nacional. Representar a los territorios ante el Gobierno Nacional y las demás entidades a las cuales se integren; y las que les señale la Constitución y la ley.

Derecho a la protección de los recursos naturales
Junto con la invasión de las tierras ancestrales, una de las agresiones mayores que enfrentan los pueblos indígenas es el despojo de sus recursos naturales, que han sido y siguen siendo objeto de la codicia de poderosos intereses económicos, lo que se encuentra en el origen de episodios sangrientos y dolorosos. En muchos casos el habitat de numerosas comunidades indígenas ha sufrido daños irreparables y las empresas de exploración y explotación de dichos recursos han sido responsables de la destrucción del modo de vida, cuando no del etnocidio de sus integrantes. En particular han sido las comunidades selváticas que más han sufrido esta agresión, pero no son las únicas. En tiempos más recientes, gracias a la movilización de los propios indígenas, a la conciencia que se está adquiriendo por la necesidad de preservar el entorno ecológico, y al poder de los medios de comunicación, este despojo ya ha dejado de ser cubierto por el manto del silencio, y se asiste a una saludable reacción.

Sobre este tema conviene recordar las disposiciones del Convenio 169 (art, 15):
1. Los derechos de los pueblos interesados a los recursos naturales existentes en sus tierras deberán protegerse especialmente. Estos derechos comprenden el derecho de esos pueblos a participar en la utilización, administración y conservación de dichos recursos.
2. En caso de que pertenezca al Estado la propiedad de los minerales o de los recursos del subsuelo, o tenga derechos sobre otros recursos existentes en las tierras, los gobiernos deberán establecer o mantener procedimientos con miras a consultar a los pueblos interesados, a fin de determinar si los intereses de esos pueblos serían perjudicados, y en qué medida, antes de emprender o autorizar cualquier programa de prospección o explotación de los recursos existentes en sus tierras. Los pueblos interesados deberán participar siempre que sea posible en los beneficios que reporten tales actividades, y percibir una indemnización equitativa por cualquier daño que puedan sufrir como resultado de esas actividades.
El tema ha sido igualmente abordado en algunos textos constitucionales. Así, la Constitución de Bolivia reconoce el derecho de los pueblos indígenas al uso y aprovechamiento sostenible de los recursos naturales de sus tierras. La del Brasil establece que el aprovechamiento de los recursos hidráulicos, incluido el potencial energético, la búsqueda y extracción de las riquezas minerales en tierras indígenas sólo pueden ser efectuadas con autorización del Congreso Nacional, oídas las comunidades afectadas, quedándoles asegurada la participación en los resultados de la extracción, en la forma de la ley. La del Ecuador les reconoce el derecho a participar en el uso, usufructo, administración y conservación de los recursos naturales renovables que se hallen en sus tierras, y a ser consultados sobre planes y programas de prospección y explotación de recursos no renovables que se hallen en sus tierras y que puedan afectarlos ambiental o culturalmente; participar en los beneficios que esos proyectos reporten, en cuanto sea posible y recibir indemnizaciones por los perjuicios socio-ambientales que les causen. La de Nicaragua reconoce a las comunidades de la Costa Atlántica el derecho al goce, uso y disfrute de las aguas y bosques de sus tierras comunales.
En el curso del seminario María Luisa Acosta presentó el caso de la defensa jurídica que hizo una comunidad de la Costa Atlántica contra una concesión maderera que el Gobierno de Nicaragua había hecho en favor de una empresa coreana, que afectaba sus tierras comunales. Una de las dificultades mayores que enfrentaron los interesados para hacer valer sus derechos dimanaba de la circunstancia de que si bien la Constitución de 1987 reconoce a las comunidades de la Costa Atlántica sus derechos al territorio ancestral, a diez años de promulgada la misma y de haberse adoptado el Estatuto de Autonomía de las dos Regiones de la Costa Atlántica, este último no ha sido aún reglamentado, lo que hace muy difícil su aplicación. La comunidad afectada tampoco disponía de título sobre las tierras que tradicionalmente ocupaba, motivo por el cual la única fuente legal que podía invocar era un texto constitucional harto escueto. Luego de diversas vicisitudes, y del rechazo de varios recursos, la Sala Constitucional de la Corte Suprema acogió finalmente un recurso de amparo, declarando nula la concesión, por no haber respetado la obligación de discutirla con el Pleno del Consejo de la Región, a pesar de lo cual la administración siguió adelante con los procedimientos de concesión y la explotación maderera efectivamente comenzó. Finalmente, en febrero de 1998 la concesión fue cancelada y en marzo del mismo año la empresa concesionaria anunció que cesaba sus operaciones. A pesar de su resultado positivo para las comunidades indígenas interesadas el caso invita a la reflexión, pues la Corte Suprema decidió en favor de la comunidad en base a criterios de procedimiento, pero no se pronunció sobre la mucho más espinosa cuestión de fondo: el derecho al territorio ancestral y al disfrute de sus recursos naturales. La doctora Acosta concluye destacando que es indispensable una ley de demarcación para completar las disposiciones constitucionales. Como ella misma observa, el Estado de Derecho debe ofrecer vías jurídicas de solución para resolver los conflictos planteados con motivo de la explotación del territorio sobre el cual las comunidades indígenas reclaman derechos históricos. A falta de ellas sería de temer que resurjan los conflictos armados del decenio pasado, en que se vieron envueltos el gobierno y las comunidades indígenas de la región, por el mismo problema.

Territorio y nacionalidad: la cohabitación del jus sanguinis y el jus soli
Las divisiones políticas de América Latina se han creado sobre la herencia colonial, respetándose las fronteras administrativas de los virreinatos, capitanías y gobernaciones del antiguo Imperio Español. En ningún caso se ha tenido en cuenta la preexistencia de asentamientos territoriales de los pueblos precolombinos, por lo que abundan los ejemplos de pueblos indígenas cuyo territorio ancestral se extiende más allá de las fronteras territoriales de los Estados actuales. Citemos entre otros el caso del pueblo maya, que ocupa parte de los territorios actuales de Chiapas en México, Guatemala, Honduras y Belice; los quechuas en Ecuador, Perú, Bolivia y la Argentina, los guaraníes en Bolivia, Paraguay, Argentina y Brasil, los mapuches en Chile y la Argentina, lo mismo que el de numerosos grupos amazónicos cuyo territorio ancestral cubre parte de ocho estados (Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana, Perú, Surinam y Venezuela.) y un territorio no metropolitano (Guayana Francesa). Si de acuerdo con el jus soli sus miembros tienen derecho a la nacionalidad del país en donde nacieron lo cierto es que, en su propia percepción, su pertenecía al pueblo indígena del que forman parte cuenta para ellos tanto o más que la nacionalidad que les corresponde según el Estado en donde nacieron. Como lo recordó Rodolfo Piza, Magistrado de la Sala IV, Constitucional, de la Corte Suprema de Costa Rica: ¿A qué país pertenecen los pueblos mayas de Belice, Guatemala, Honduras o México? Pertenecen al país maya.
La percepción de este tema ha llevado a que el orden jurídico de algunos países busque alguna suerte de conciliación entre el jus soli y el jus sanguinis. Con ese objeto la Constitución de Colombia ha reconocido implícitamente la diferencia que existe entre la noción de territorio nacional y la del territorio ancestral de los pueblos indígenas. Por consiguiente, si acuerda automáticamente la nacionalidad colombiana a toda persona nacida en el territorio nacional también reconoce el derecho a ser colombiano a los miembros de los pueblos indígenas que comparten territorios fronterizos, con aplicación del principio de reciprocidad según tratados públicos. De la misma manera, en Costa Rica, en ausencia de un texto jurídico expreso el problema fue abordado en una sentencia de la Sala IV, Constitucional, que consideró que pueden ser costarricenses los miembros del pueblo guaimí, aun cuando hubiesen nacido en Panamá, pues el territorio ancestral guaimí se ubica geográficamente de ambos lados de la frontera de esos dos países. Como lo aclaró el Magistrado Rodolfo Piza, con ello no se está declarando que un no costarricense puede ser costarricense; mas bien, lo que la Sala Constitucional ha hecho es declarar que no se puede negar el derecho a ser costarricense a alguien que puede serlo.

El derecho a la identidad de la cultura indígena
En su artículo 5 el Convenio 169 prevé que a) deberán reconocerse y protegerse los valores y prácticas sociales, culturales, religiosos y espirituales propios de dichos pueblos y deberá tomarse debidamente en consideración la índole de los problemas que se les plantean tanto colectiva como individualmente, y que b) deberá respetarse la integridad de los valores, prácticas e instituciones de esos pueblos. Estos principios también han sido materia de desarrollo en los textos constitucionales recientes. Así la Constitución de Bolivia declara que se reconoce, respeta y protege en el marco de la ley el derecho de los pueblos indígenas a su identidad, valores, lenguas y costumbres e instituciones. Con ese objeto la misma constitución declara que reconoce la personalidad jurídica de las comunidades indígenas y campesinas y de las asociaciones y sindicatos campesinos. La del Brasil (que no ha ratificado el Convenio 169 pero sí el Convenio 107) contiene disposiciones análogas, reconociendo a los indios su organización social, costumbres, lenguas, creencias originales. La de Colombia establece que los integrantes de los grupos étnicos tendrán derecho a una formación que respete y desarrolle su identidad natural. La del Ecuador dispone que el Estado reconocerá y garantizará a los pueblos indígenas el derecho colectivo a mantener, desarrollar y fortalecer su identidad y tradiciones en lo espiritual, lingüístico, social, político y económico. La de Guatemala (a tenor de la reforma adoptada en 1998, que debe ser ratificada por una consulta popular) contiene una detallada enumeración de los derechos culturales de lo pueblos indígenas que el Estado reconoce, respeta y protege, entre los que se incluyen la forma de vida, costumbres y tradiciones, el uso del traje, las distintas formas de espiritualidad, los idiomas y dialectos, el uso, conservación y desarrollo del arte, ciencia y tecnología, así como el acceso a los lugares sagrados de dichos pueblos. La de México declara que la ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbre, recursos y formas específicas de organización social. La de Nicaragua prescribe que las Comunidades de la Costa Atlántica tienen el derecho de preservar y desarrollar su identidad cultural en la unidad nacional. La de Panamá (que no ha ratificado el Convenio 169, pero sí el Convenio 107) prevé que El Estado reconoce y respeta la identidad étnica de las comunidades indígenas nacionales, realizará programas tendientes a desarrollar los valores materiales, sociales y espirituales propios de cada uno de sus culturas y creará una institución para el estudio, conservación, divulgación de las mismas y de sus lenguas, así como la promoción del desarrollo integral de dichos grupos humanos. En fin, la del Paraguay reconoce y garantiza el derecho de los pueblos indígenas a preservar y a desarrollar su identidad étnica en el respectivo hábitat.

El derecho a utilizar la propia lengua
Paraguay es el único país de América Latina que se reconoce oficialmente bilingüe, estableciendo que son idiomas oficiales el castellano y el guaraní. En los demás países los textos constitucionales guardan a veces silencio, y otras veces confieren carácter de idioma oficial a las lenguas indígenas dentro del ámbito de las respectivas comunidades. Es el caso de la Constitución de Colombia, que prescribe que las lenguas y dialectos de los grupos étnicos son también [lenguas] oficiales en sus territorios, la del Ecuador, que prevé que el quichua, el shuar y los demás idiomas ancestrales son de uso oficial para los pueblos indígenas, en los términos que fija la ley, la del Perú, que dispone que son idiomas oficiales el castellano y, en las zonas donde predominen, también lo son el quechua, el aymará y las demás lenguas aborígenes, según la ley, o la de Nicaragua, que contiene disposiciones semejantes. En algunos casos, como en la Argentina la Constitución se limita a asegurar el derecho a una educación bilingüe para los miembros de los pueblos indígenas establecidos en el territorio nacional.

El derecho a la consulta en la toma de decisiones que afectan a los pueblos indígenas
Este tema es tratado por el Convenio 169, que en su artículo 6 dispone que, al aplicar sus disposiciones los gobiernos deberán consultar a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente.
Sobre esta materia, el seminario tuvo la ocasión de conocer un caso decidido por la Corte Suprema de Venezuela, que es presentado en la ponencia de Gerardo Fernández. El mismo fue llevado ante la instancia judicial con motivo de un recurso de nulidad interpuesto por miembros de grupos indígenas del Estado de Amazonas, contra la Ley de división político-territorial de dicho Estado. El Estado de Amazonas, creado en 1992, cuenta con un territorio de aproximadamente 180,000 kilómetros cuadrados y una población de aproximadamente 100,000 habitantes de los cuales casi la mitad son indígenas. La Ley establecía los diferentes municipios que componían el Estado, buena parte de los cuales comprendían territorios ocupados tradicionalmente por pueblos indígenas, los que no habían sido consultados con motivo de su demarcación. El tema era de importancia vital para los indígenas, pues al crearse los municipios, con vocación más urbana que rural, se les atribuía el derecho a establecer sus propios ejidos municipales, con lo cual podían afectar los territorios ancestrales en donde los grupos indígenas habían acostumbrado a organizar su vida. Los indígenas que interpusieron el recurso sostuvieron que se habrían debido crear municipios especiales indígenas en las áreas habitadas mayoritariamente por los diferentes grupos étnicos y de esta forma desarrollar tanto la posibilidad de diferentes regímenes municipales como el régimen constitucional de excepción para las comunidades indígenas.
Venezuela no ha ratificado el Convenio 169, ni tampoco el 107, y en su Constitución de 1961 contiene una sola disposición concerniente a los indígenas, por cierto que de antiguo cuño, por la que compromete al Estado a establecer el régimen de excepción que requiera la protección de las comunidades de indígenas y su incorporación progresiva a la vida de la Nación. En ausencia de disposiciones más específicas la Corte examinó el caso a la luz del derecho a la participación política en la formación de la ley, mediante la consulta popular y referendos a las comunidades indígenas. Además, consideró el artículo 8° de la Ley Nacional por la que se elevaba a la categoría de Estado al hasta entonces Territorio Federal de Amazonas, la que disponía que las comunidades y pueblos indígenas serán respetadas en sus culturas, lengua y tradiciones así como en la forma de tenencia y uso de la tierra, atendiendo al régimen constitucional de excepción. Recordó igualmente que la Constitución del Estado nuevamente creado reconocía su carácter multiétnico y pluricultural, además del derecho de sus pueblos y comunidades indígenas a tener su propia cultura, prácticas religiosas, emplear y fomentar su lengua, y declaraba además que las tierras por ellos ocupadas eran de interés social e inalienable. La Corte observó que en el caso no se había demostrado el cumplimiento cabal de la normativa en cuanto a la participación ciudadana, la que en el caso de las comunidades indígenas cobra una relevancia especial. Estimó además que la formación de una ley de división política de un Estado con aquellas características tiene importantes efectos en el entorno vital del individuo, pues organizaba el territorio bajo un nuevo régimen. Es en ese contexto que consideró esencial la participación de los pueblos indígenas, en vista de que los mismos constituyen uno de los grupos sociales más expuestos a la violación de sus derechos humanos, por sus condiciones socio-económicas, culturales y aislamiento,… porque… lamentablemente la historia de la humanidad evidencia un largo y triste padecer de las minorías, en algunos casos por el desconocimiento de sus legítimos derechos, en otros por la cultura del odio y el prejuicio. Por consiguiente la Corte declaró la nulidad de esta ley.

Derecho positivo y derecho consuetudinario: derecho de los pueblos indígenas a tener su propio derecho y cohabitación de dos sistemas jurídicos
Hasta aquí hemos examinado la manera como el derecho positivo del Estado ha llegado a reconocer la identidad cultural de los pueblos indígenas, y organizado la protección jurídica de sus derechos y valores fundamentales. Queda por examinar lo que para un jurista es sin duda el desarrollo más impactante del tema: ¿puede el orden jurídico del Estado aceptar la vigencia de un sistema de derecho indígena, paralelo al sistema de derecho positivo, constituido esencialmente por normas de derecho consuetudinario a través de las cuales los pueblos indígenas y sus miembros ajustan su comportamiento y saldan sus litigios? En caso afirmativo, ¿qué alcances puede tener este orden jurídico paralelo, y a partir de qué punto éste deberá someterse a un sistema de derecho – y de control de la legalidad – de jerarquía superior?
La discusión tiene raíces históricas, que aunque sea muy esquemáticamente conviene recordar: los pueblos indígenas son preexistentes a los Estados Nacionales, lo mismo que a la conquista española, la que sin embargo había reconocido a las autoridades tradicionales de las comunidades indígenas. En lo que concernía a los asuntos exclusivamente internos de dichas comunidades el derecho que se aplicaba no era el español sino el de aquéllas. Este criterio recién comenzó a cambiar con la llegada de los Borbones al trono español, pero sólo se afirmó definitivamente después de la Independencia, con la adopción del modelo jurídico napoleónico. Como ya se indicó, este último no reconoció la diferencia étnica y cultural, imponiendo un sólo sistema de derecho para toda la población, o a la sumo elaborando leyes especiales de corte indigenista para aplicarlas a las comunidades indígenas, en espera de su reducción al entorno jurídico general. Apenas parece necesario advertir la diferencia que puede existir entre una ley especial indigenista, emanada del Estado, y el derecho propio de los pueblos indígenas, elaborado por la propia vivencia cultural de ellos.
El examen de las reformas constitucionales recientes muestra como nos vamos orientando progresivamente hacia la coexistencia de dos sistemas jurídicos, uno de ellos, el positivo, creado de arriba hacia abajo por el Estado, y el otro, el indígena, elaborado de abajo hacia arriba por los propios pueblos indígenas, sobre la base de los valores con los cuales se identifican. El empleo de la palabra reconocimiento no puede ser más apropiado, pues todo indica que los pueblos indígenas siempre se han sentido más identificados con su propio sistema de derecho que con el de derecho positivo, atribuyendo al primero una legitimidad que, como lo destacó Rodolfo Piza, existe aún cuando el derecho consuetudinario no tenga cabida dentro de la pirámide jurídica de Kelsen. Acotemos que, como lo muestran numerosos estudios sobre las costumbres jurídicas indígenas, todas las evidencias indican que el sistema de derecho consuetudinario es aceptado y respetado de facto por los pueblos indígenas aún en la ausencia de disposiciones legales o constitucionales del derecho positivo que le reconozcan efecto jurídico alguno.
De esta manera, sólo resta que las constituciones políticas respeten esta realidad, reconociendo efectos legales al derecho consuetudinario indígena y estableciendo sus normas de cohabitación con el sistema de derecho positivo. Con ese objeto la Constitución de Bolivia dispone que las autoridades naturales de las comunidades indígenas y campesinas podrán ejercer funciones de administración y aplicación de normas propias como solución alternativa de conflictos, en conformidad a sus costumbres y procedimientos, siempre que no sean contrarias a esta Constitución y las leyes. Las de Colombia y Ecuador contienen reglas análogas. La del Paraguay prescribe que los pueblos indígenas tienen derecho a aplicar libremente sus sistemas de organización política, social, económica, cultural y religiosa, al igual que la voluntaria sujeción a sus normas consuetudinarias para la regulación de la convivencia interior siempre que ellas no atenten contra los derechos fundamentales establecidos en esta Constitución, y añade que en los conflictos jurisdiccionales se tendrá en cuenta el derecho consuetudinario indígena.
Se trata en suma de disposiciones que establecen principios muy claros; sin embargo a nadie se oculta que su aplicación concreta requiere una tarea jurisprudencial que puede ser harto ardua. La jurisprudencia de la Corte Constitucional de Colombia, presentada en la ponencia de Carlos Gaviria, es en ese sentido bastante ilustrativa. Esta jurisprudencia precisó los alcances del artículo 246 de la Constitución de dicho país, cuyo texto es así: Las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a la Constitución y leyes de la República. La ley establecerá las formas de coordinación de esta jurisdicción especial con el sistema nacional. Interpretando esta disposición la Corte Constitucional declaró que es constitucionalmente viable que conductas que son consideradas inofensivas en la cultura nacional predominante, sean sin embargo sancionadas en el seno de una comunidad indígena y viceversa; interpretación que equivale a una cuasi federalización del derecho, lo que podríamos considerar como algo verdaderamente revolucionario si se la coteja con los principios jurídicos del constitucionalismo decimonónico.

Límites a la autonomía del derecho indígena
Si las disposiciones que hemos citado reconocen autonomía al sistema jurídico de los pueblos indígenas que habitan el territorio nacional, también son claras en el sentido de que esta autonomía no es ilimitada. Dicho de otra forma, se acepta la cohabitación entre el derecho positivo del Estado y el consuetudinario de los pueblos indígenas; situación que en principio debería ser más armoniosa que la que se deriva de la imposición a los pueblos indígenas de un sistema jurídico de derecho positivo que desconoce sus valores culturales. Sin embargo, como ocurre con cualquier cohabitación, no se debe descartar que en algún momento se plantee un conflicto entre ambos sistemas de derecho, lo que hace indispensable disponer de reglas que permitan su solución. En concreto, el problema que se plantea al jurista consiste en determinar en qué condiciones el conflicto entre reglas de derecho positivo con vigencia nacional y reglas de derecho consuetudinario con validez en un pueblo indígena se resolverá dando primacía a las primeras, y en qué casos se reconocerá que son las segundas que deben prevalecer.
Con ese objeto el Convenio 169 ofrece algunos lineamientos, al prescribir que [los pueblos indígenas] deberán tener el derecho de conservar sus costumbres e instituciones propias, siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Siempre que sea necesario, deberán establecerse procedimientos para solucionar los conflictos que puedan surgir en la aplicación de este principio. De manera particular aborda el tema de la aplicación de las sanciones penales, prescribiendo que en la medida en que ello sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos internacionalmente reconocidos, deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros. Disposición que no deja de recordarnos que es precisamente el sistema de sanciones penales lo que mejor refleja la importancia relativa que cada comunidad atribuye a cada uno de sus valores fundamentales.
Apenas parece necesario añadir que el enfoque con que abordemos esta cuestión tiene un impacto importantísimo sobre la autonomía que se reconocerá al derecho indígena. Aquí nos podemos topar con posiciones maximalistas, minimalistas e intermedias. Para los minimalistas la validez del sistema de derecho consuetudinario indígena estaría limitada a asuntos menores, de interés interno de la comunidad que podrían ser resueltos según principios y a través de procedimientos que mutatis mutandi serían semejantes a una justicia de paz lega. En un sentido opuesto se podría sostener que se debe maximizar la autonomía del derecho indígena, sobre todo cuando afecta a relaciones internas entre los miembros de la comunidad interesada, de cuya regulación depende en gran parte la subsistencia de la identidad cultural y la cohesión del grupo. Dentro de esta concepción los límites de la autonomía van desde luego mucho más lejos. Nuevamente merece citarse la ponencia del Magistrado Gaviria, que ofrece un buena ilustración de la manera como la Corte Constitucional de Colombia ha abordado el tema. La Corte reconoció que no son todas las normas constitucionales y legales de derecho positivo que se imponen sobre el derecho indígena, pues si así fuera el reconocimiento a la diversidad cultural no tendría más que un significado retórico. Sin embargo, implícitamente también estableció que ciertas normas constitucionales y legales sí deben tener primacía sobre el derecho consuetudinario indígena. El quid de la cuestión consiste por lo tanto en identificar cuáles son concretamente aquellas reglas de derecho positivo que tienen primacía sobre el derecho consuetudinario, o puesto de otra manera en identificar aquellas prácticas o instituciones de derecho consuetudinario a las que se negaría validez por motivos de incompatibilidad con la Constitución o la ley.

Relativismo cultural y derechos humanos
En todo caso, para una mayoría de participantes en el seminario es claro también que el sistema de derecho consuetudinario no es oponible a aquellas normas de derecho internacional que consagran derechos humanos fundamentales. Corresponde que nos preguntemos, ¿cuáles son esos derechos humanos fundamentales internacionalmente reconocidos, a los que debería reconocerse primacía sobre el derecho consuetudinario indígena?
La discusión de esta cuestión nos lleva necesariamente a abordar el espinoso tema del relativismo o universalidad de los derechos humanos. Al mismo se refiere la ponencia de Rodolfo Stavenhagen, que hace hincapié en la diferente percepción de los derechos humanos fundamentales que puede existir entre las sociedades occidentales y la prevaleciente en otras culturas y civilizaciones, sobre todo de Asia. Mientras que para las primeras los derechos humanos son esencialmente derechos individuales o de la persona, las segundas parten de la base de que la unidad social fundamental no es el individuo sino alguna forma de colectividad, como la familia extensa, el barrio, el clan, la casta, el pueblo, la tribu o la comunidad religiosa. Como los Pactos de la ONU sobre derechos humanos han sido inspirados esencialmente por la cultura occidental se ha pretendido cuestionar la universalidad de estos derechos argumentándose que no reflejan valores compartidos por absolutamente todos los pueblos de la Tierra. Acotemos que una buena parte de estas críticas provienen precisamente de los países en donde esos derechos no son respetados; pero reconozcamos no obstante que algunas otras críticas no pueden ser sospechadas de mala fe. En los foros internacionales el tema hoy está dando lugar a un debate apasionado en torno de la posición de la mujer en algunos países islámicos, aberrante si se la juzga a través del cristal de los instrumentos internacionales sobre derechos humanos, pero que los representantes de los países cuestionados alegan que se encuentra en armonía con los valores morales y culturales que los mismos se han dado.
La posición maximalista parece haber encontrado su expresión en la jurisprudencia de la Corte Constitucional de Colombia, ante la cual la autonomía del derecho indígena solamente se inclinaría ante la primacía de un núcleo duro de derechos humanos intangibles, los que en opinión de dicha Corte solamente incluirían a tres: el derecho a la vida, la prohibición de la esclavitud y la prohibición de la tortura. Sin embargo, este criterio no es necesariamente compartido en otros países, los que en aras de la cohesión de la sociedad pueden considerar indispensable dar una amplitud menor a la autonomía del sistema de derecho indígena. En efecto, si se reconoce que el derecho a la vida, la prohibición de la esclavitud y la prohibición de la tortura pertenecen sin duda a esta categoría, pueden admitirse discrepancias en torno a otros derechos, considerados fundamentales en algunas sociedades pero no en otras. Por ejemplo, en el marco de la OIT se considera que los convenios internacionales sobre libertad de asociación y de negociación colectiva, no discriminación, abolición del trabajo forzoso y edad mínima forman parte de la lista de normas sobre derechos humanos fundamentales, y a ese título se espera que sean respetados en toda sociedad, cualquiera sea su grado de desarrollo social o económico. De la misma manera podríamos identificar otros grupos de normas a las que se reconocería un rango equivalente, y en esas condiciones se las tendría como oponibles al derecho consuetudinario indígena. Sin embargo, la controversia en torno a esta cuestión es inevitable ya que no faltará quiénes atribuirán a ciertas reglas el status de derechos humanos fundamentales mientras que otros lo negarán.
Dentro de éstas el derecho al debido proceso, consagrado en todos los instrumentos internacionales sobre derechos humanos merece un examen especial ¿Significa que toda persona tiene derecho a que se la juzgue conforme a los procedimientos y reglas de prueba reconocidos por el derecho positivo, y a ser asistida por un abogado, o a que se la someta a juicio según las reglas del debido proceso reconocidas por su propia comunidad y su derecho consuetudinario, que pueden atribuir un valor superior a otros principios, contradictorios con el derecho positivo? Una sentencia de la Corte Constitucional de Colombia, incluida en la ponencia de César Gaviria, ha optado claramente por este último criterio, pero es muy posible que los tribunales de otros países se pronuncien por la primera solución. Una polémica análoga podría suscitarse en torno de la igualdad y la prohibición de la discriminación en perjuicio de la mujer, que en el seno de algunas comunidades está sometida a un status que sería juzgado aberrante a la luz del derecho positivo. ¿Debemos reconocer que el status de la mujer en esas sociedades es el que le fijan las reglas aceptadas en su propio grupo social, o por el contrario considerar que esas reglas no son compatibles con un orden jurídico superior, fundado en la Constitución Política del Estado y consagrado por los instrumentos internacionales sobre derechos humanos?
La jurisprudencia sobre estos temas es aún incipiente, pues hasta hace relativamente poco tiempo era inconcebible que los tribunales reconociesen la existencia de conflictos entre el derecho positivo del Estado – único sistema concebible – y el consuetudinario de los pueblos indígenas. Sin embargo, en la medida en que se reconoce la existencia del segundo será inevitable que tarde o temprano los tribunales serán llamados a resolver los conflictos entre uno y otro.

Consideraciones finales
Los trabajos de este seminario han sido excepcionalmente útiles, en primer lugar para que sus participantes adquiriesen información sobre los profundos cambios que se están dando en el orden jurídico de numerosos países de América Latina, con miras a que se reconozca la realidad multiétnica y pluricultural de sus sociedades. En segundo lugar, el seminario ha servido para motivar la reflexión de los representantes de las más altas instancias jurisdiccionales del Estado, cuya misión fundamental es hacer respetar el Estado de Derecho. El aporte de tantas ponencias y de muchas horas de debate permitió poner en claro la existencia de una contradicción profunda entre la noción tradicional del Estado de Derecho, expresado a través de un sistema de derecho positivo aparentemente igualitario, y la realidad que lo muestra complaciente con el despojo cultural de que han sido víctimas los pueblos indígenas, quienes no se pueden sentir identificados con un sistema jurídico que no reconoce ni respeta sus valores fundamentales. Si es cierto que el Estado de Derecho es un sistema jerárquico de normas jurídicas, y de instituciones judiciales encargadas de hacerlas aplicar, también lo es que persigue una finalidad: tiene como misión la de permitir la convivencia pacífica de los individuos y los grupos sociales que lo conforman, dentro de una aspiración de justicia. Sin embargo, el Estado de Derecho, tal como surge de las concepciones positivistas, ha tendido a potenciar su primera función y descuidar la segunda. Dotados de un rico acervo cultural y jurídico, y preexistentes al Estado Nacional, los pueblos indígenas han sido sometidos a la condición de sujetos pasivos de un sistema de derecho dominante, que históricamente no hizo ningún esfuerzo para reconocerles sus valores culturales, negando por ello mismo su identidad.
Quizás la pregunta más pertinente que surge de los debates del seminario es: ¿qué concepción de Estado de Derecho queremos desarrollar para que en la misma se identifiquen todas las comunidades que conforman el Estado? Los aportes ofrecidos al seminario muestran que, de manera gradual pero firme, el reconocimiento de la pluriculturalidad se encuentra en marcha, y en la medida en que ese reconocimiento se acentúe es forzoso que el orden jurídico del Estado, pero también la doctrina de sus órganos judiciales deberán evolucionar. Con esta evolución podrá llegar el momento en que el Estado de Derecho formal deje paso a un Estado de Derecho real, en el que el principio de la igualdad jurídica reconozca también el derecho a la diferencia, y cuyo sistema de administración de justicia deje de ser con respecto a los indígenas, como a menudo lo fue, un sistema de administración de la injusticia.

San José de Costa Rica, noviembre de 1998

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