4/10/07

El Día de las Culturas y las raíces de los costarricenses

Lowell Gudmundson
Mount Holyoke College
lgudmund@mtholyoke.edu
A la memoria de Germán Tjarks
Resulta difícil expresar adecuadamente el honor y el placer que sentí al responder a la invitación que tan gentilmente me hicieron de compartir unas reflexiones con ustedes. Fue aquí mismo hace ya 24 años que comencé mi carrera académica como profesor en la Universidad Nacional y guardo un especial cariño para todo aquello relacionado con Heredia y con la UNA. Veo a muchos colegas y exalumnos aquí y agradezco su asistencia, pero a ellos les ofrezco mis disculpas de antemano porque pienso dirigirme preferentemente a las nuevas generaciones intelectuales visibles entre los aquí presentes.

Prometo a mis colegas de hace más de dos décadas no revelar nuestras edades exactas, pero habrá que reconocer que los que ahora se acerquen a la historia no necesariamente comparten con nosotros los proyectos y obsesiones estructuralistas, racionalistas, izquierdistas y materialistas que informaron nuestro trabajo intelectual colectivo en los años setentas. Dentro o fuera del desarrollismo imperante en aquel entonces, compartimos una fe, bastante ciega y arrogante a veces, en la posibilidad no solo de conocer la realidad, sino la verdad, ambas singulares. Por más que reconocíamos el peso de las ideologías sobre nuestra versión de la verdad, el racionalismo y el prestigio de la cultura textual escrita entre nosotros fueron casi absolutos.
Las nuevas generaciones, en cambio, son producto del reformismo que tanto pretendíamos comprender y criticar, así como testigos, cuando no víctimas, de su colapso y redefinición en la década de los ochentas. Son miembros de esa primera generación planetaria no tanto posmoderna, sino posgutenbergiana o posalfabetizada. Y como parte de su cultura inmediatista y personalizada tienden a exigir de la historia, ya sea en forma de texto impreso, video o imágenes artísticas, un acercamiento y una temática algo diferentes: identidades en vez de proyectos; la individualización casi absoluta de la experiencia en vez de la pertenencia colectiva; significados para mí en vez de verdades en sí, textos seductores y placenteros en vez de aquellos secos, estadísticos y llenos de posiciones de autoridad que nuestra generación solía producir y consumir con tanto gusto. ¡Ya podemos comprender mejor quizás la desorientación que puede haber sufrido la generación anterior a la nuestra con la explosión de la llamada "nueva historia" en la década de 1970! Y nada malo hay en esto, necesariamente, ni en aquel entonces ni ahora. Si la nueva historia sufrió del abandono en su adolescencia y murió de corta edad, en vez de lamentar hay que gritar con aún más fuerza.

¡Qué viva la historia!
El tema de los orígenes coloniales de los mulatos y de las naciones abrió camino para mí hacia el trabajo de archivo en Costa Rica. Pero después de un cuarto de siglo y pese a tanto optimismo inicial en los años setentas, habría que preguntarse, ¿por qué ha avanzado tan poco el estudio de la historia afrocentroamericana? Creo que la mejor respuesta que tenemos a esta pregunta la dio recientemente la doctora Rina Cáceres en la clausura de la última reunión internacional "La Ruta del Esclavo" (celebrada en febrero pasado, en la Universidad de Costa Rica), con la frase que sirve de epígrafe a esta ponencia: "No son ellos, somos nosotros". De la manera más sintética y profunda a la vez, nos recordó que el problema es de reconocimiento e identificación más que del conocimiento en sí.
Dentro de la historiografía existente los costarricense -y, como veremos, lo mismo se puede decir de los otros pueblos centroamericanos- fácilmente reconocen temas como el surgimiento de un campesinado libre en el Valle Central durante la Colonia por un lado, y el proceso de resistencia, manumisión y mestizaje que llevó al derrumbe de la esclavitud por otro. El problema no está tanto en el conocimiento en sí, sino en la separación implícita que los lectores hacen, como operación no consciente, cuasi instintiva, de dichos procesos. El primer proceso depende del otro, y está dentro del otro, o como ella lo expresó, todo el panorama intelectual cambia solo cuando la persona es capaz de reconocer que ninguna de las dos historias es "de ellos", sino que "somos nosotros" en los dos momentos.
De allí mi profunda alegría al notar la publicación del libro Negros y blancos, todo mezclado, de Tatiana Lobo y Mauricio Meléndez hace ya algunos meses. Su hábil manejo de la experiencia histórica concreta hecha literatura, y de la genealogía, incluso autobiográfica, para rescatar del olvido a muchos antepasados un tanto malinterpretados cuando no menospreciados, ofrecen otra vía de acceso a la historia que tanto esperábamos y aún esperamos ver florecer. Sin embargo, el conocimiento sigue huérfano sin su "reconocimiento" como algo propio de un lector y sujeto social capaz de identificarse con y valorar tales experiencias como relevantes a su propia condición, historia e identidad. De allí que, siguiendo a Lobo y Meléndez y a muchos otros, si pretendemos no solo aportar conocimientos sino hacer posible ese reconocimiento, igual empeño debemos poner en nuestras estrategias textuales de diálogo para facilitarlo.
Con esta advertencia damos comienzo, entonces, a una breve discusión de los mulatos y las naciones en Centroamérica en dos partes: primero, quisiera recordarles de cuán entrelazadas son las historias de las naciones y de los mulatos en Centroamérica, sobre todo en el siglo pasado; después, quisiera ilustrar con imágenes, desde retratos presidenciales hasta álbumes familiares, cómo los centroamericanos, de este como de aquel siglo, han preferido esquivar cualquier identificación con su mulatez, para terminar con algunos ejemplos y expresiones que más bien hacen eco del epígrafe, "no son ellos, somos nosotros".

Los mulatos y las naciones
Prácticamente todos aquellos procesos históricos que asociamos con la formación del Estado nacional, comenzando a principios del siglo pasado, fueron en verdad inseparables de la historia de las poblaciones criollas mulatas y negras. En aras de la brevedad aquí nos limitaremos a señalar tres puntos centrales:
1) la igualdad republicana y liberal del ciudadano;
2) el ejercicio de las armas y del poder político; y
3) la agricultura de mercado y la privatización de la propiedad de la tierra.
Si estos tres puntos figuran, claramente, en la agenda básica de todo Estado nacional en formación, menos reconocido es el hecho del papel central de los mulatos en las luchas centenarias por definir al contenido de dicha agenda.
El anhelo popular de abolir no sólo la moribunda esclavitud sino las desigualdades formales se tradujo en el apoyo al concepto de la ciudadanía. Para los mulatos, y en menor medida para los demás grupos de origen mixto, la mejor forma de lograr esta igualdad jurídica como importante paso hacia la igualdad social más amplia, parecía ser la de superar a las categorías étnicas mediante su supresión para que no se siguiera empleándolas para discriminar en su contra. Durante varias décadas después de la Independencia el término "ciudadano" reemplazó a cualquier designación étnica, al menos en público, y no fue hasta finales del siglo pasado y principios de este que los términos ladino o mestizo versus indígena dominarían en el discurso público.
Tuvieron tal éxito en esta iniciativa los mulatos, o afromestizos como algunos quieren llamarlos últimamente, que es creencia generalizada entre los centroamericanos de hoy que los afroamericanos en la región son solo los descendientes de los antillanos recién llegados con la actividad bananera. Más, a fines de la Colonia las autoridades españolas se referían consistentemente a los no indígenas del campo como "mulatos" y a los muy pocos demás como españoles o españoles americanos. Incluso, en los censos parroquiales de Guatemala en 1813 se identifican a las mismas poblaciones no indígenas como mulatos, por un lado, y como ladinos, por el otro lado del mismo folio. Los curas y oficiales coloniales no ofrecían un juicio etnobiológico desinteresado. Su propósito fue descalificar y deslegitimar como vecinos y súbditos con derechos a la tierra y a los honores públicos a los así llamados, mientras que de alguna manera tanto los indígenas como los españoles peninsulares y americanos sí los merecerían.
Nos encontramos, inevitablemente, frente a espejismos recíprocos: durante los últimos dos siglos se nos han hecho creer que todos los ladinos o mestizos son una mezcla de español e indígena sin importante contribución africana, mientras que por poco los colonialistas afirmaban el predominio absoluto del componente africano, quizás con motivos idénticos cuando a la inversa. Si bien es cierto que no todos tuvieron ascendencia africana, no es menos cierto que la gran mayoría sí la tuvieron en alguna medida y lo importante es descubrir por qué esto se ha negado con tanta vehemencia dentro de las distintas tradiciones míticas de la ciudadanía supraétnica en Centroamérica.
Algunos podrían pensar que este es un problema "académico", en el sentido peyorativo del término. Si el concepto de ciudadano supraétnico solucionó al problema por lo menos para los no indígenas, dirían, para qué preguntar ni cómo ni cuándo. Pero sigue siendo problema por motivos tanto históricos como contemporáneos. Los conceptos de "mestizo" o "ladino" son construcciones no sólo históricamente antagónicas a lo "indígena", sino eufemismos que callan más que revelan sobre el pasado, que engañan más que enseñan para el presente.
La explicación de cómo fue que los mulatos se convirtieron en mestizos o ladinos en los distintos países centroamericanos es inseparable de lo que se puede llamar el "blanqueamiento" como condición y recompensa de la movilidad social ascendente. Como veremos en más de un retrato oficial más adelante, hay una fuerte tendencia a convertir a mulatos "ilustres" en pobres fascímiles de sí mismo, para mejor conservar su imagen de legitimidad y distinción en sociedades con marcadas preferencias eurófilas. Algo parecido ocurre con poblaciones enteras conforme avanza su consolidación económico-social y participan en el proceso generalizado de mestizaje. Así que se puede decir que cuando "desaparecen" los mulatos como categoría, no es tanto prueba del éxito del concepto de "ciudadano" e igualdad jurídica para todos, ni tampoco de la infusión de nuevo material genético, sino del ascenso social y económico de muchos de ellos, dejando a los demás sin liderazgo étnico como tal y propensos a integrar las filas de otra clasificación no necesariamente étnica. Estos son capaces de reaparecer en el escenario histórico en otra vestimenta teatral, ya sea como nuevos indios, bárbaros, parásitos o quizás comunistas más recientemente.
Igual o mayor importancia tiene esta cuestión de la aparición y desaparición de categorías étnicas para la actual controversia sobre las llamadas "identidades". Con el surgimiento de un nuevo y pujante "indigenismo", esta vez por los indígenas mismos, sobre todos los pueblos mayas, muchos han cuestionado al concepto/categoría de ladino o mestizo sin encontrar, al parecer, mucho de fondo. Algunos han llegado incluso al extremo de hablar de ladino o mestizo como una categoría vacía, de "ningunidad" en vez de una identidad y expresiones por el estilo. A veces toda esta polémica suena bastante ahistórico y seguramente sorprendería a cualquier mulato o mestizo decimonónico traído al presente.
Desenredar la historia del término y de la categoría mulata es vital para todos los centroamericanos, incluso para aquéllos que hoy menos podrían pensarlo. Por ejemplo, la figura de la mulata ha sido emblemática de la hipersexualidad como tema trillado en la literatura de todas las Américas, desde Río de Janeiro hasta Nueva Orleans. Pero en una de las novelas menos conocidas del guatemalteco y premio Nóbel Miguel Angel Asturias aparece su Mulata de Tal como profundo símbolo dentro de una de sus obras más densamente mayistas Después de presentarla como objeto de deseo sexual bajo las condiciones y convenciones típicas de este género de literatura, Asturias más bien la convierte en símbolo de transfiguración como diosa maya y espejo de las inagotables ilusiones de este mundo. ¿Y quien mejor que la mulata para representar la doble y triple conciencia e identidad en esta sociedad de ilusiones recíprocas? Luna y sol, espalda y frente, hombre y mujer, la sexualidad disfrazada como corporal pero en realidad infinitamente hundida en el pensamiento y no en el cuerpo. Si la mulatez es inseparable de la historia mestiza y ladina en la región, como veremos más adelante, al menos para Asturias y para el que le habla, lo mismo habría que decir para la historia e identidad indígenas también.
De muchos es conocida la existencia y la importancia de las llamadas milicias de pardos y mulatos a fines de la Colonia. Curiosamente, los que más frecuente y eficazmente portaron armas en la Centroamérica colonial tienden a desaparecer de las historias nacionales. Se trata de un extraordinario y sospechoso caso de desaparición sin dejar rastro, un triángulo de las Bermudas para los mulatos centroamericanos. Sin embargo, ya se comprobó no solo la llegada al poder de toda una generación de oficiales rebeldes con el general Carrera en Guatemala en 1839, sino la procedencia de sus primeros y más importantes lugartenientes de Oriente, los hermanos Mejía de Santa Rosa de Mita, de entre las familias mulatas más destacadas de la zona.
La rebelión que cambió radicalmente el rumbo de la historia centroamericana suele ser interpretada y presentada como de carácter indígena, o cuando más como campesino pluriétnico. Su origen en el Oriente, sin embargo, se alimentó de la resistencia de poblaciones organizadas que oficiales tanto coloniales como nacionales se tildaban de mulatos y que habían sido acusadas por del gobierno federal y luego el nacional de Guatemala de albergar a ladrones asaltantes en el Camino Real. Aún se conocen casos de vecinos mulatos que formaban parte de esta primera rebelión de Mita que volvieron prófugos de la zona de colonización de Santo Tomás en la costa atlántica hacia donde habían sido desterrados a la fuerza como pena por supuestos delitos de abigeato y asalto armado.
Al llegar a compartir una cuota importante del poder con las varias administraciones carreristas y con los liberales en Guatemala posteriormente, las milicias antes mulatas y ahora ladinas desempeñaron un papel cada vez más central en la organización del Estado y su control de la sociedad. Durante todo el siglo pasado y hasta entrado el actual, muchos ejércitos centroamericanos fueron más bien grupos de milicias bajo el control de un caudillo y los Estados resultantes fueron marcados no solo por este patrón de militarización regional y subnacional, sino también por la fuerte participación mulata en esta típica forma de política mediante las armas, los pronunciamientos y los golpes de Estado.
Una parte importante de esta labor miliciana se concentró en la represión de las comunidades, muchas veces indígenas, que no aceptasen los cambios de turno. Y por esta labor sus líderes fueron bien compensados, con la concesión no solo de puestos políticos y administrativos sino de tierras sustraídas de las mismas comunidades así pacificadas. Las hostilidades con expresión abiertamente étnica pueden haber sido extremas en el caso del altiplano guatemalteco, pero no fueron ausentes en el resto de Centroamérica tampoco. En muchos casos de conflictos sobre la tierra, los indígenas nicaragüenses se quejaban del mal actuar del oficial local que ellos insistían en llamar el alcalde mulato rehusando utilizar los términos preferidos por el Estado nacional de entonces, o sea, mestizo o ladino.
Cualquier gobierno, conservador o liberal, que llegara a gozar de alguna estabilidad se dedicaba al fomento de la agricultura de mercado y la privatización de la tierra, fuentes de los anhelados ingresos fiscales crecientes. Al mismo tiempo, cualquier política a favor de la privatización de la tierra chocaba necesariamente con el poder de la Iglesia, dando lugar a los endémicos conflictos tan típicos del temprano Estado nacional en Centroamérica. Desde Guatemala hasta El Salvador, Nicaragua y Guanacaste en Costa Rica, el Pacífico centroamericano albergaba a la población más claramente mulata, pero muchas otras regiones también, tales como el Oriente de Guatemala, se identificaban con esta población y sus patrones culturales.
Con solo enumerar a las principales actividades agrícolas mercantiles -añil, cochinilla y café para la exportación; ganadería y caña de azúcar para el mercado interno- tenemos un inventario de las principales actividades de los mulatos también. En la economía del añil en El Salvador a finales de la Colonia los pequeños productores o poquiteros fueron denunciados por sus enemigos comerciales como temibles y bárbaros mulatos. Esta pugna con expresión étnica ha caído en el olvido histórico casi absoluto con la elevación de muchos de los mulatos bárbaros al status de ciudadanos ejemplares en una república dividida en mestizos e indígenas en nuestro siglo.
La cochinilla guatemalteca tuvo su semillero, tanto literal como figurativamente, en el pueblo cada vez más afroamericano de Amatitlán. Los ingresos del gobierno liberal de Gálvez que caería a manos del general Carrera dependían en extremo de esta producción nopalera y no fue hasta el auge del café que el añil y la cochinilla, productos del trabajo mulato en gran medida, perderían su dominio sobre la economía y el fisco centroamericanos. Y con el café, hasta en sus comienzos en Costa Rica expandió primero en las zonas alrededor de San José con previa experiencia en la producción tabacalera, zonas muchísima más mulatas que aquellas de Heredia y de Alajuela que predominarían luego.
En todas estas tres actividades de exportación las poblaciones mulatas tuvieron especiales motivos para solicitar la privatización de la tierra, primero tímidamente en censo enfitéutico y luego con dominio pleno. Los pueblos mulatos fueron los menos favorecidos con tierras bajo la Colonia. Así, para poder expandir sus cultivos fueron casi obligados a ejercer creciente presión no solo sobre los derechos territoriales de las comunidades indígenas sino sobre las corporaciones municipales y sus tierras baldías. Aún en zonas de menor presión sobre la tierra, como en el caso de la ganadería para el mercado interno, desde Guatemala hasta Costa Rica se dio un proceso que bien se resume con la yuxtaposición de frase típicas del caso de los hermanos Mejía de Santa Rosa de Mita: de mulatos intrusos a los patriotas de Mita.
La caña de azúcar es un caso especialmente ilustrativo ya que en Guatemala su producción fue dominada por las órdenes religiosas, sobre todo los dominicos y los jesuitas con abundante mano de obra esclava mulata y negra. Los tres sitios de mayor cultivo comercial fueron otra vez Amatitlán, Palencia y San Gerónimo en Baja Verapaz. En el más grande de los ingenios, el de San Gerónimo, en 1821 convivían con los 700-800 vecinos indígenas unos 550 esclavos y 250 libertos afroamericanos, todo esto en una zona con predominio indígena de más del 90% ó 95%. Esta serie de empresas agrícola-industriales generaron ingresos millonarios para la Iglesia hasta su expropiación por el gobierno de Morazán en 1829. Aún antes del auge nopalero en Amatitlán la comercialización de la agricultura estaba llevando al claro predominio de la población afroamericana sobre la indígena original, no solo en lo demográfico sino en cuanto a posesión de la tierra.
¿Cómo quedó rezagada en la memoria histórica una experiencia tan central para Guatemala y Centroamérica? Resulta difícil de explicar si recordamos que uno de las historias mejor conocidas de lo centroamericano colonial, las andanzas de Thomas Gage, tuvo el convento dominicano de Amatitlán como escenario y si recordamos la centralidad del conflicto sobre la secularización en la historia regional, así como la base financiera de la posición eclesial en la caña de azúcar y sus productores mulatos y negros.

Las imágenes y la memoria del mestizaje
No hace falta ser partidario de todas las ideas de Walter Benjamin sobre la base emotiva, no racionalista de toda verdad histórica para reconocer que tanto la politización de la historia, o sea, la ideología con claros referentes históricos, como la memoria social se consolidan en gran medida con el dominio del contenido de las imágenes públicas. Resulta instructivo, entonces, considerar cómo han sido presentadas, memorializadas y recordadas algunos de los mulatos centroamericanos, unos ilustres, otros sin fama y por lo menos uno más mito que carne y hueso.
Nuestra primera imagen es del citado general y presidente vitalicio de Guatemala, Rafael Carrera Turcios. Sus enemigos lo tildaban de El Indio para llamar atención a su supuesta ignorancia y a su innegable origen social humilde. Pero ya para la tercera década de este siglo un sobrino lejano, comentarista guatemalteco ladino de gran prestigio social, Manuel Cobos Batres, intentó exaltarlo al investigar su árbol genealógico, exclamando: ¡Mulatos...! ¡Esto ya representa una ganancia! Porque estos fueron los padres de Rafael Carrera, y si ambos eran mulatos, Carrera no fue un zambo, no fue hijo de un indio y de una negra como afirman todos los historiadores, sino de padres por cuyas venas circulaba un tanto de sangre blanca, de españoles sin duda. En efecto, los padres de Carrera se registraron como mulatos y el se había casado con Petrona García Morales, hija de una familia mulata terrateniente de Oriente. Aprovechó los recursos e influencias de la familia de su esposa, así como el apoyo armado de los hermanos Mejía, líderes del primer foco oriental de rebelión en Santa Rosa de Mita, para lograr el liderazgo del movimiento antiliberal de Oriente. Pero, ¿será creíble pensar que este retrato refleja bien el rostro del Presidente? ¿Pensar que por más de un siglo en Guatemala se desconociese su origen mulato? ¿En un país donde el acerbo crítico y líder político liberal de la revolución de 1871, hijo de inmigrante español y madre criolla, Manuel García Granados, había condenado a la élite criolla como "personas por lo común ignorantes pero con humos de nobleza, bien que, en algunas, la raza africana asomase la punta de la oreja"?
Para los que prefieren considerar a este retrato oficial como fiel a su modelo, aceptamos que para la época del nacimiento y matrimonio de Carrera todavía muchos empleaban el término mulato como sinónimo de ladino o mestizo sin mayores distinciones. Además, en la biografía más reciente y exhaustiva del General, Ralph Lee Woodward reconoce que la ascendencia española de Carrera se había mezclado con mestizos y mulatos hasta ser minoritaria probablemente, pero insiste en que el aspecto indígena sobresalía en sus facciones, al igual que con su esposa con su fino perfil maya. Pero para los oficiales y curas de entonces eran mulatos ellos, así como sus padres, una realidad que, curiosamente, no se asoma ni la punta de la oreja en esta representación. En Guatemala, como en el resto de Centroamérica, ser ladino o mestizo implicaba tener sangre blanca, de españoles sin duda. Muy pocos compartían con Cobos Batres este juicio sobre la comparabilidad y la supuesta ganancia de ser mulato, realidad que en los retratos oficiales se niega una y otra vez.
Nuestro segundo mulato ilustre es quizás igualmente desconocido para esta generación de costarricenses. Mas se trata de una figura importante en la Costa Rica de mediados del siglo pasado, don Vicente Aguilar Cubero. Aguilar fue rico comerciante cafetalero, socio y luego enemigo comercial del entonces presidente Juan Rafael Mora Porras, en cuya administración figuró como vicepresidente alguna vez. De todas nuestras imágenes, esta es la más borrosa, así como la más fantasiosa. Borrosa porque es apenas una copia del retrato de él que aparece en el libro de don Carlos Meléndez sobre José María Montealegre, y fantasiosa porque, como Mauricio Meléndez ha revelado recientemente, don Vicente Aguilar Cubero descendía de una amplia línea de mulatos cartagineses, cosa difícil de imaginar aquí, verdad?
Al nacer en Cartago, en 1808, Aguilar fue bautizado como mulato, debido a que su madre, Joaquina Cubero Escalante, así se consideraba, al igual que su abuela, Antonia Francisca Escalante y Paniagua. Pero la abuela no solo fue mulata, sino también había sido esclava, igual que su propia madre mulata y su abuela negra. Si a principios de este siglo los arquitectos de la leyenda blanca de Costa Rica intentaron borrar todo aspecto mulato de don Vicente con este tipo de retrato, quizás como una especie de favor bien intencionado según ellos, para otros significa no solo despreciar a sus antepasados maternos sino subestimar los motivos, más allá de los nacionalistas siempre conmemorados, que puede haber tenido para oponerse decididamente a la intervención esclavista de Walker en la vecina Nicaragua. Y es a otro héroe de la llamada Campaña Nacional contra Walker que podemos volver nuestra mirada para comprender aún mejor la política de colores en las imágenes públicas y sus prejuicios antimulatos en Centroamérica.
En un ensayo extraordinario dado a conocer hace pocos años, Steven Palmer nos ayudó a todos para conocer mejor al soldado desconocido costarricense. Juan Santamaría, cuyo nombre lleva el aeropuerto internacional por el cual entramos muchos de los que participamos en esta semana de la historia, aparece aquí en una imagen de su estatua en Alajuela. El ensayo de Palmer, entre ironía y picardía, nos recordó del largo peregrinaje de la fisonomía "oficial" de un personaje que muchos disputaron y que otros dudaron de su existencia como tal. La estatua de Santamaría nos hace pensar en la juventud más gloriosa por supuesto, pero otras representaciones pictóricas del héroe recibieron más bien censura por enfatizar no sólo la violencia sangrienta de su acto en la quema del Mesón durante la Campaña Nacional, sino un rostro y facciones menos clásicos, o sea, euroamericanos cuando no eurófilos.
En cuanto a las preferencias oficiales nada más claro se podría imaginar que la descripción del héroe ofrecido por uno de los propulsores de su beatificación secular, Pío Víquez en 1887: Cubría su cabeza un pelo encrespado y rudo, no poco semejante al de la raza africana; pero en su tipo se descubrían los rasgos característicos de la nuestra (o sea, la mestiza o blanca). En efecto, Santamaría supuestamente se conocía como El Erizo por su pelo crespo y otros insistían en que había sido hijo natural de una humilde mujer alajuelense. Convertirlo en héroe nacional requería de un complejo proceso dialéctico que, por un lado, contaba con un genuino respaldo popular de la leyenda no solo de su condición humilde sino de su color pardo y pelo erizo. Por el otro lado y al mismo tiempo, las versiones oficiales encauzaban este sentimiento popular dentro de los parámetros más estrechos de una leyenda blanca que incluso negaba gran parte de la razón misma de su popularidad.
De haber sido la tumba del soldado desconocido y no su estatua quizás nos hubiéramos salvado de esta controversia, pero cuando el erizo de Santamaría perdió esa característica con su gorra de soldado estábamos avanzando por el camino que llevaría a la folclórica declaración de Francisco Montero Barrantes en su Geografía de Costa Rica de 1892: con poquísima, casi insignificante diferencia, todos los habitantes de Costa Rica pertenecen a la raza blanca.
Pero este juicio aberrante hace una injusticia no solo a los costarricenses de color de aquel entonces sino a sus más preclaros estadistas. Pocos años después, en la primera década de este siglo, el que más tarde sería presidente de Costa Rica, Cleto González Víquez, publicó una serie de trabajos que abogaban por lo que el llamó la auto-inmigración como solución a los problemas nacionales. Con esto quería decir que esfuerzos por mejorar la salubridad pública llevaría más eficazmente al aumento de la población laboral que la inmigración foránea, dogma liberal de todo un siglo en Centroamérica. Y fue precisamente González Víquez, quien publicó estudios detallados sobre el impacto mayor de la mortalidad, sobre todo infantil, en los barrios capitalinos del sur, precisamente adonde la población más pobre y de tez más oscura habitaba desde tiempos coloniales, hecho que no menciona el autor pero del cual no podía haber sido de todo ignorante. Más allá de la obsesión costarricense de antes y de ahora por declararse enteramente de raza blanca, no debe subestimar la importancia de esta temprana declaración de fe en las capacidades y futuro de una población fuertemente mulata, sobre todo en vista de las tendencias contrarias en muchos otros casos centroamericanos de la época.
Idolos y símbolos nacionales abundan y no solo entre los costarricenses o los guatemaltecos. Todos los centroamericanos han tejido imágenes alrededor del cuerpo o del retrato de algún ilustre. Irónicamente, nuestro siguiente ilustre asistió a la develación de la estatua de Juan Santamaría en Alajuela en 1891, pero aún mayores aplausos le ofrecerían a este como el Príncipe de las Letras. En Nicaragua el referente obligatorio para toda disputa política nacionalista ha sido Augusto César Sandino, pero cuando se trata de controversias sobre la unión del nacionalismo con la cultura no tiene rival Rubén Darío (Félix Rubén García Sarmiento).
Poeta sin igual no solo en Nicaragua sino en Centroamérica, aquí vemos su retrato oficial comisionado por la Organización de Estados Americanos: hombre maduro, señorial, y algo más euroamericano que el nicaragüense o centroamericano promedio se podría decir; ciertamente no pareciera ser aquel joven que admitía haber sufrido en carne propia en Chile la discriminación por el color de su piel.
Pero aquí lo vemos más joven en una fotografía. Ya no deben de ser tan difíciles de aceptar, pese a su recepción un tanto frígida en tierra tropical nicaragüense, los datos ofrecidos otra vez por la labor genealógica de Mauricio Meléndez, presentado en la actividad antes citada sobre La Ruta del Esclavo. Estos comprueban la ascendencia mulata de don Rubén por ambos lados de la familia. Pensando en la controversia sobre el apodo de Santamaría, y como dirían mis alumnas dominicanas de todos colores, en el retrato oficial aunque escaso su pelo era bueno, mientras que en la fotografía por abundante no dejaba de ser malo. Mi propia reacción al comparar a las dos imágenes por primera vez fue exclamar a un colega puertorriqueño igualmente fascinado por el contraste: se parece igual a mis estudiantes nocturnos en la UNA.
Otra vez vemos cómo acierta el juicio de Cáceres: para poder identificar con el Príncipe de las Letras es preciso que el observador/lector/estudiante pueda imaginarse como él. Al convertirlo en símbolo no solo de las hazañas culturales nicaragüenses y centroamericanas sino de su blanqueamiento también, toda una serie de vías de acceso y de emulación futuros tienden a estrecharse cuando no cerrarse por completo. Y para qué, si es que ni Carrera, ni Aguilar, ni Darío debían de haber tenido pelo bueno o tan escasa pigmentación. Solo con el mítico y disputado Juan Santamaría podríamos comprender la libre invención del héroe al gusto tan ciego al aporte africano. Aún en este caso lo primero por desaparecer es cualquier referencia al pelo erizo y a la posibilidad de facciones indecorosamente mulatas.
Ahora pasamos a mis ejemplos finales, que aunque no de ilustres ni del pasado remoto, sí iluminan un tanto a las verdades de nuestro epígrafe, No son ellos, somos nosotros Cuando en 1976 revisábamos por primera vez documentación colonial referente a la esclavitud y la manumisión muchas veces encontramos finas distinciones en cuanto al color o al pelo, con referencias detalladas tales como, de color claro, de color loro, una mulatilla blanca de pelo rubio encendido, etc.
Pocos meses después resultaba algo chocante encontrarme con las mismas expresiones otra vez, no en documentos de hace 200 ó 300 años, sino en boca de funcionarios administrativos costarricenses al tramitar esta primera fotografía de pasaporte de nuestra hija, Paula. Aún más revelador fue el hecho de constatar que cuando una misma fotografía se presentaba a la burocracia estatal de entonces, la raza y color de la persona en la fotografía dependía más del color y status presumidos de la madre o del padre que hacia presencia con el trámite, que de la fotografía o de la niña.
Igualmente revelador fue constatar que el tener el pelo suelto o recogido, como en esta segunda foto de pasaporte, podía influir no solo en un juicio de bueno o malo sobre el pelo en cuestión, sino en la raza y color oficial de la persona. Y estos ejemplos podrían multiplicarse sin fin, como toda centroamericana de color con pelo algo "erizo" puede atestiguar.
Pero en toda sociedad los niños no solo heredan los pecados de sus padres, sino capacidad propia de observación de cómo operan sus normas implícitas. Más que de los libros de teoría o de los documentos coloniales, en múltiples conversaciones con mi hija, ya una graduada universitaria de 22 años, he aprendido algo más sobre las clasificaciones y los prejuicios raciales aquí y allá. Después de su tercera estadía en Costa Rica y en medio de una difícil transición a una nueva escuela en Massachussets, con la vasta experiencia de sus catorce años de edad, ella se encargó de aconsejar a su hermano, Darryl, de diez, juntos aquí en esta foto como alumnos en Costa Rica Academy en 1991, sobre sus ineludibles dificultades en dos culturas mucho más distintas en sus clasificaciones que en sus preferencias. Le decía: ¡Despiértese! Allá en Costa Rica, en esa escuela privada, con todos tus compañeritos internacionales, te tomaban por blanco, ¿verdad? Pero no fue así para tus primos allá aunque tenían el mismo color, ¿verdad? No te engañes, como incluso los que se toman por negros aquí son los puertorriqueños, ¿cómo crees que te van a tomar? Negro y latino, ¡dos veces negro!
Si en una sociedad, origen nacional y de clase social compensaban por color o pelo malo, en la otra seguía vigente no solo su histórico compromiso con la regla de una sola gota de sangre negra y eres negro, sino con el agravante de que la clase social confirmaba la inferioridad supuestamente racial. Mas en ambas situaciones la preferencia no muy oculta ni solo implícita es la misma: una, dos o muchas gotas, cuanto menos mejor.
Conclusión
Durante las guerras independentistas en Cuba, los colonialistas intentaban ridiculizar a los rebeldes llamándolos mambí por el supuesto predominio de los esclavos y libertos entre sus filas. Pero, a diferencia de Cuba, donde las fuerzas rebeldes criollas se enorgullecieron de tal apodo y lo hicieron suyo bajo el liderazgo de patriotas como Martí y Maceo, en Centroamérica brotaron las guerras civiles solo después de lograda la Independencia. Ya para entonces las categorías étnicas habían sido suprimidas oficialmente y no fue hasta décadas después que se hacía patente el profundo antagonismo entre un Estado nacional supuestamente supraétnico y la etnicidad indígena.
El sueño de Martí de una América Nuestra, de una nacionalidad por encima de lo étnico-racial, sin pretender suprimirlo o negarlo de un plumazo, no fue plenamente realizado ni en el propio caso cubano. En Centroamérica los mulatos pagaron con sangre y fortuna el precio de entrada a la República y al Estado nacional, pero parte del precio fue también la negación de su condición y de su color. Por más efímero su nacionalismo africanizado, los patriotas cubanos abrazaron al nombre mambí. En Centroamérica la fórmula nacionalista liberal ofrecía solo la igualdad ciudadana como ladino o mestizo, sobre todo a aquellos de posición social o económica elevada y tez no muy oscura. Pero las identidades basadas en la negación, sea cual sea la parte negada, así como en el autoengaño colectivo, solo conducen a decepciones y antagonismos inútiles.
No es cuestión de resucitar a los bellos idealismos de Martí o de Rodó, ni en honor al centenario de los hechos que provocaron sus llamados a la juventud latinoamericana. Pero negando la parte africana del árbol genealógico centroamericano es doblemente inútil por cuanto simplifica y falsifica la memoria del mestizaje por dentro sin responder tampoco a los desafíos de afuera. Ni los colonialistas españoles, ni los filibusteros, ni todos aquellos que siguieron los caminos abiertos por Minor Keith hasta nuestros días han dudado en juzgar negativamente a los centroamericanos por precisamente lo que muchos niegan ser, descendientes de mulatos y negros. Ni el reclamo de Vasconcelos, de que Latinoamérica representa la raza cósmica, se oye con claridad fuera de los ya convencidos. Nada más inútil, entonces, que seguir negando la africanidad centroamericana frente al racismo de una sola gota, que ha reconocido y aceptado al mestizaje rara vez y nunca cuando de lo africano se trata.
Hoy día, cuando los yerros del Estado supraétnico ladino son visibles a todos los que quieren ver, cuando son cada vez más lamentables los desaciertos de doctrinas y movimientos que esencializan a una herencia indígena libre de toda responsabilidad y de toda culpabilidad, es hora de valorar y estudiar el proceso subyacente a la ladinización de los propios ladinos. Y la historia de los mulatos y del mismo término mulato en Centroamérica puede ser una clave para tal empresa. También es cuestión de simple justicia, bien para saldar cuentas con todas esas generaciones anónimas del pasado y del presente cuyos rasgos y color fueron rechazados tan insistentemente, bien para conocer mejor a innumerables familiares, bisnietos y bisabuelos, primos y sobrinos, cuyas imágenes tendremos que reconstruir bajo nuevas luces.
Espero haberles convencido, con estos pocos ejemplos, que si los álbumes familiares están repletos de evidencias, no menos debemos esperar de los retratos de presidentes y de beneméritos. La religión secular en todas las Américas, aún antes de que existieran las Naciones, valoraba solo lo claro mientras despreciaba a su contraparte inseparable, lo oscuro, dentro del otro y dentro de uno mismo. En Centroamérica y en Costa Rica podremos aprender y enseñar a futuras generaciones verdades históricas más ampliamente humanas solo cuando ponemos en práctica en todos los ámbitos el sabio juicio de nuestra colega: "No son ellos, somos nosotros".
Como soy y no soy a la vez parte de ese nosotros aquí en Costa Rica, prefiero concluir haciendo eco de las palabras del gran músico y poeta puertorriqueño, Tite Curet Alonso, retomadas recientemente por la cantante afroperuana, Susana Baca:

Las caras lindas
De mi gente negra
Son un desfile
De melaza en flor
Que cuando pasan
Frente a mi se alegra
De su negrura todo el corazón
Las caras lindas
De mi raza prieta
Tienen de llanto
De pena y dolor
Son las verdades
Que la vida reta
pero que llevan
Dentro mucho amor
Somos la melaza que ríe
Somos la melaza que llora
Somos la melaza que ama
Y en cada beso
Es conmovedora
Por eso vivo orgulloso
De su colorido
Somos betún amable
De clara poesía
Tienen su ritmo
Tienen melodía
Las caras lindas
De mi gente negra
Caras lindas
De mi gente negra

¡Muchas gracias!

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